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Palomitas y refrescos: El largo camino del crítico

Por: Iván Farías 07 Sep 2021
Un día, mi abuelo llegó a la casa con un regalo, un proyector de 8 mm que le habían vendido una señora con la cual había trabajado.
Palomitas y refrescos: El largo camino del crítico

El cine cambia a las personas. No a todas, pero sí a muchos que como yo, ya no concebimos la vida sin someternos a maratones delante de una pantalla.

Era 1988, había habido algunas convulsiones sociales, que aún siendo niño te dabas cuenta que sucedían, pero en general todo pasa muy lento, como pasa el tiempo cuando todavía no tienes la odiosa rutina del trabajo y las responsabilidades de ser adulto.

En aquel tiempo, México antes del TLC, un niño mexicano promedio estaba en la calle, viendo como ciertos aparatos eléctricos los tenían muy pocas personas.

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En mi colonia todos éramos más o menos iguales. Aunque, por alguna razón, mi familia era considerada de los ricos, cosa que sigo sin entenderlo. Teníamos un auto viejo que tiraba aceite, un Rambler azul que a veces había que empujarlo, eso sí, vivíamos en una casa propia y no en departamento como algunos de mis amigos. Pero, por ejemplo, uno de mis compañeros fue el primero en tener un Nintendo. Cabe aclarar que él nunca le dijeron que era rico.

Un día, mi abuelo llegó a la casa con un regalo, un proyector de 8 mm que le habían vendido una señora con la cual había trabajado. La dueña original, una millonaria de la Del Valle, lo había traído de alguno de esos enormes almacenes en Houston, por lo tanto era usado, pero como ellos eran verdaderamente ricos, parecía nuevo.

El aparato era un proyector de cine, con una carcasa pesada, que sostenía los rollos de celuloide y que soltaba un hermoso y rítmico tric tric tric cuando pasaba la cinta. ¡Era música para cualquier fanático del cine! La familia se puso en torno del aparato, lo armamos como pudimos, siguiendo las instrucciones en inglés que estaban incluidas. Más que seguirlas, las adivinábamos. Pronto nos dimos cuenta que aquel ingenio no funcionaría sin oscurecer el cuarto. Adaptamos una habitación con una sábana que fijamos con clavos, pusimos cobijas en las ventanas y colocamos el Súper 8 en una mesita de centro que permitió que estuviera a la altura.

Lo bueno de ser usado es que tenía tres películas que habían comprado. Una de ellas era “Black Sunday/Domingo negro”, un thriller en el que un trabajador enojado decide unirse a Septiembre negro y hacer un atentado en el Súper Tazón. Era un Thriller casi sin diálogos, o cuando menos eso pensaba, porque en realidad la cinta, para caber en un rollo de una hora había sido mutilada sin ningún pudor.

Lo mismo le había pasado a las otras dos películas, que además de mutiladas eran infumables. Además, no tenían subtítulos, lo cual era un verdadero problema. Si bien fue hermoso verlo funcionar, no había manera de conseguir más películas. Así que mi abuelo lo vendió y trajo ¡una video casetera Beta!

Esta fue verdaderamente lo que cambió todo. Si bien el Súper 8 fue una revolución, el reproductor Beta, el formato que competía y acabó perdiendo frente al VHS, permitió acercarnos a más películas. También era usado, incluso, dentro de la caja, traía el ticket de compra de la tienda en Houston. Incluía cuatro películas originales, a saber: “Un detective suelto en Hollywood”, “Mad Max”, una cinta de explotación italiana con un Rambo rubio y una cinta japonesa de ninjas y venganza.

Pronto supimos que había cintas piratas. Para mí era una sensación casi de estar trabajando para la mafia cuando llegaba el pirata a la casa. En aquellos tiempos comprar un reproductor o una cinta original, era pagar una fortuna, algo alejado de cualquier mortal común. Había que ir al Sears de Insurgentes y desembolsar una enorme cantidad. En cambio, el amable señor pirata, llegaba a casa con un maletín, que luego se convirtió en maleta, con distintitas cintas para cambiar. Es decir, le dabas alguna que ya habías visto y un poco de dinero, te daba otra.

Así llegaron a la casa, en aquellos videos con el título y el año escrito a máquina, cintas como “El señor de las bestias”, “Juntos somos dinamita”, “Mad Max”, “El Guerrero de la carretera”, “El exorcista” y decenas de cintas de explotación italianas, japonesas y de Hong Kong, amén de varias mexicanas, como “Tintorera”, “El triángulo diabólico de las Bermudas” o “El Tesoro del Amazonas”.

A los pocos años, llegarían los videoclubes y el pirata desapareció de la casa. Ya no había necesidad, por poco dinero decenas de cintas origina- les para rentar. Porque la verdad, las suyas eran de muy mala calidad.

Pero el daño ya estaba hecho, el vicio del cine ya estaba dentro de mí. Lo sé porque, no solamente me interesaban los actores, sino porque, cuando volvía ver alguna revisaba los créditos y agradecimientos. Estás loco, me decían. Y sí, pero no era el único.

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