Por una vida sexy: Erotismo cinematográfico

Nymphomaniac Vol. 1

Cuernavaca. Vacaciones de invierno, una de las primeras que compartimos ya como pareja. Terminamos de comer en el jardín. Nos sentamos en la sala frente a la televisión. Las copas de champán. Empezó la película de Lars von Trier. Pudo más la sugestión en los instintos, que la intelectualidad que ameritaba la trama. Lujuria culposa. Yo inclinada hacia adelante. Brazos recargados en el respaldo del sillón. Él con las manos en mis caderas. Su erección entre mis muslos anegados. Quedé escurriendo en el momento en que, casi al final, Joe y Jerome se reencuentran y follan hasta las lágrimas. Orgasmos simultáneos. No de él y yo, sino de mi cerebro y yo. Esa noche dormí profundamente y soñé un cuento de amor.

Bajos instintos

Ciudad de México. Departamento de recién casados. Pasamos toda la mañana pintando de rojo la pared de la cabecera, comimos pollos rostizados a domicilio. Horas después, con la pintura ya seca, acomodamos la cama y encendimos la pantalla. Las piernas de Sharon Stone. La perversidad. El deseo prohibido. Las copas de vino tinto. Las hormonas que nos llevaron al altar. Mis piernas abiertas. Sus dientes en mis orejas. Mis nalgas en sus manos. Mi lengua en sus dedos de la mano izquierda. Para cuando Sharon Stone y Michael Douglas vuelven a besarse con el picahielos debajo de la cama, nosotros ya jadeábamos los orgasmos. Nuestra cama caminó los tres metros que la separaban de la puerta de entrada de la recámara. Enrique Serna dixit, lo nuestro no era amor, era un sórdido enculamiento; uno breve, conflictivo y doloroso. Pero qué enculamiento.

Luna amarga

Toluca. Hotel ejecutivo. Fin de semana de encerrón. Desnudos. Servicio a la habitación un día después. Ya se nos había terminado la energía para seguir follando y los cuerpos exigían comida. Tocaron a la puerta, me eché la sábana encima. Después de comer al fin le pusimos play a la película. En cuanto Emmanuelle Seigner empieza a bailar lo vi lamerse los labios. Debí suponer, si esa es una de sus películas favoritas, que la predilección de ese hombre eran las relaciones enfermizas, con personajes codependientes y tóxicos como destapa caños. Al final me ganó el cansancio. Caí. Me despertó su verga entre la mano izquierda, húmeda y rígida. Abrí los ojos para sonreírle el beneplácito. Miré a la pantalla. El cronóme- tro estaba detenido en el minuto 13 con 8 segundos. Volví a poner los pies en mi casa hasta el domingo a las 10 de la noche.

La secretaria

Ensenada. Escape con el entonces amante. Le escribí a mi marido desde el aeropuerto el viernes al mediodía: “ve por los niños a la escuela, regreso el domingo”. “A dónde vas?”. “Mejor no preguntes, regreso el domingo. Besos”. Quizás debí responder con la verdad y dar por terminado mi matrimonio de una vez por todas. No lo hice, no estaba lista. Llegamos a su casa a la orilla del Océano Pacífico. Después de guardar los víveres en el refrigerador subimos a su recámara. Muy callada, caminaba intentan- do flotar, como si no fuera yo quien se fugó con un hombre del que estaba enamorada y no era su marido. Apareció Maggie Gyllenhaal en la televisión, con traje sastre de falda oscura y camisa blanca, voz temblorosa y mirada de susto que de pronto transmutaba en travesura. Vi la película completa con la mano en tránsito por su desnudez. Cuello, pecho, ombligo, erección. Al terminar colocó la lengua entre los pliegues de mi vulva. Primer orgasmo de mi primer fin de semana junto a él.