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Extasionamiento: alcoñólicos anónimos

Por: Arturo Flores 17 Ene 2019
Comencé a escribirle un libro. Me guardo el nombre porque sé que un día lo querrán quemar. Ya sé cómo acaba esta historia.
Extasionamiento: alcoñólicos anónimos

No mencionaré su nombre por respeto a su memoria. Fue un gran hombre. Un poco débil quizá, víctima imperdonable de sus pasiones animales, pero al final un poeta. De los pocos a los que Dios –en su infinita inexistencia– tocó con el poder de la palabra.

Digamos que se llamaba Juan, igual que la traducción al español de su compositor alemán favorito.

Juan era un bebedor irremediable. Saltaba de una cantina a otra igual que un mono lo hace de un árbol a otro. Prefería tomar solo, acodado en la barra. Compartir un trago era un privilegio que únicamente reservaba a unos pocos de sus amigos.

A mí, debo presumir, me invitó una vez.

Pero decir que Juan era alcohólico no sería justo. Su verdadero vicio iba mucho más lejos. En realidad, vaciaba botellas para intentar llenar los hoyos que habitaban su corazón. Cada mujer que aterrizaba en su cama le heredaba –y le horadaba– un nuevo hueco en el pecho.

 Juan era un adicto a los coños. Un alcoñólico anónimo.

Tenia mujer. Pero también amante. Y en cada oportunidad que se le presentaba, se valía de la destreza de su prosa para seducir a cuánta joven estudiante, fotógrafa, pintora, actriz, pianista, poeta, lectora, bailarina, cellista, escultora y cocinera que conociera.

Porque a Juan le gustaba el arte, comer bien y beber siempre. Pero sobre todo, le gustaba coger.

Aunque para los simplistas él se acostaba con “cualquier cosa que se moviera” o “la primera falda que se atravesara en su camino”, nada se alejaba más de la verdad.

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Un auténtico alcoñólico es, el fondo, un sibarita, un apóstol del sexo gourmet. Un firme creyente del intoxicante poder curativo de un coño.

Juan me habló aquella vez de los coños que habían marcado su vida. El de Lucia, su mujer desde hacía 30 años. Un coño junto al que había envejecido y porque había salido al mundo su hijo. Un coño castrante, decía él, al que si hubiera aprendido a hablar sólo le haría reclamos. Pero el que lo gobernaba.

Por otra lado, estaba el coño de Alejandra. Su amante. 30 años más joven que él. Un coño dulce, al que corría a refugiarse cada vez que se sentía frágil e indefenso. Un orificio tibio, húmedo y perfumado.

Juan me confesó, con las pupilas convertidas en pequeños cristales acuosos y los dedos acariciando sus barbas encanecidas, que más de una vez había despertado en hoteles de paso, embrujado por el aroma del coño en llamas de Alejandra. La habitación entera olía a su coño. Quizá por ello no había escuchado las diecinueve llamadas perdidas de su esposa en su celular.

Juan murió los primeros días del año, hace dos.

No pude o no quise asistir a su funeral. Quería recordarlo de pie, con los ojos abiertos, con el vaso de whisky apoyado en el borde de los labios, llenándose de vaho, y los dedos nerviosos, esos que habían tecleado centenas de poemas, cuentos y aforismos, tamborileando en la barra del bar.

De los 20 libros que Juan escribió, hubo uno que la mujer de Juan quiso borrar de la faz de la tierra. Llevaba por título el nombre de Alejandra. La mujer que lo hizo perder la razón. Con el que se fue a vivir los últimos años de su vida en un modesto estudio en el que no había Internet, pero sí una cama donde mi amigo lamió, acarició y le cantó canciones al coño sublime de su adicción.

Porque ninguno de los otros le llegaba ni a los talones en aroma, sonido o sabor.

Al velorio de Juan, me cuentan, llegó Alejandra y se hizo de palabras con Lucía. Se desgreñaron las dos a un lado del ataúd de Juan. Desde el infierno, seguro él se reía. Admiraba como un triunfador la descarnada batalla de los coños por los restos de su cuerpo agusanado.

De su biografía de narrador, fue borrado por órdenes de Lucía el libro que le dedicó a Alejandra. Hoy sólo vive en el buró de la joven, que muerto su maestro no consiguió enamorarse con la misma intensidad de volcán a punto de hacer erupción.

Hablo de Juan porque hoy me asumo como otro alcoñólico anónimo. Perdí la razón por un coño. El más bello, perfumado, mordelón y mojado que haya conocido. Adicto a él soy. Perdí la cabeza y daría la vida por cada instante a su lado. Dentro suyo. Ese coño me gobernó. Y si bebo alcohol es para anestesiar el deseo de salir corriendo a buscarlo al final de la tierra.

Comencé a escribirle un libro. Me guardo el nombre porque sé que un día lo querrán quemar. Ya sé cómo acabará esta historia.

 

Soy Arturo y soy alcoñólico.

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