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Elogio de cantinas: La propina

Por: Jorge Arturo Borja 13 Sep 2021
Un par de historias que ilustran lo caracteristica que es la costumbre de dejar un incentivo económico a los meseros que mejor atienden a los bebedores.
Elogio de cantinas: La propina

Una de las costumbres que mejor caracterizan al mexicano en el extranjero es la propina. Los meseros del mundo saben que cuando se trata de demostrar recursos económicos, el mexicano es espléndido. ¿Será porque muchos políticos y empresarios nacionales impusieron esta práctica para enaltecer el buen nombre de México o porque ya es parte de nuestra idiosincracia?

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En las cantinas de nuestro país se acostumbra dar el 10% del costo de la cuenta, a juicio del cliente: si se sintió complacido puede dar más; pero si considera que el servicio no estuvo a la altura de sus expectativas puede dejar menos; pero raramente omite esta justa gratificación si no quiere ser señalado como mezquino. La palabra propina proviene del griego, de la raíz pino, que es beber, y de la partícula pro, que quiere decir antes; lo cual significa “antes de beber”. Lo curioso es que este óbolo por lo general se concede después de beber y cuando muchos clientes se vuelven especialmente generosos bajo los influjos del alcohol.

Hay meseros que trabajan más por la propina que por el salario que perciben, porque en algunos lugares es considerablemente inferior a lo que un cliente eufórico y con recursos puede darles.

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Existen estudios que comprueban que algunos comportamientos incentivan inconscientemente el aumento de la propina; desde el hecho de sonreirle al cliente y atenderlo con esmero hasta la manera de caminar y el atuendo; eso lo saben per- fectamente las meseras y las hostess que son expertas en obtener beneficios de acuerdo con la dimensión de su escote o la oscilación de sus cade- ras cuando caminan con la charola de las bebidas como si llevaran un cántaro en el hombro.

Me comenta Miguel Ángel, mesero de El Gallo de Oro: “Nunca sabemos que gente nos toca atender. Un día me tocó una persona muy sencilla, que a la hora de pagar, me dijo muy amable “oye me caíste muy bien, eres a todo dar”, y sacó un fajo enorme de billetes y lo puso en la mesa y me dijo “toma lo que quieras” y empezó a cabecear. Yo retrocedí dos pasos porque no vi normal el ofrecimiento. Ya después de unos minutos, el tipo se dio cuenta que no había tocado su dinero. Me preguntó por qué no había tomado nada, le dije “sabes qué lo que tú me quieras dar será bienvenido pero no creo que me corresponda tomarlo”. Nosotros esperamos que los clientes nos den una gratificación de acuerdo con el servicio que les damos, pero cuando eso rebasa nuestra imaginación se presta a desconfianza. Yo por eso me hice el desentendido.

Al rato le llamaron por teléfono y en unos minutos se pararon unas camionetotas afuera, de las que bajaron cuatro o cinco tipos enormes, enchamarrados que se llevaron al cliente en hombros. Yo pensé qué bueno que no agarré nada porque luego vayan a decir que tuve algo que ver con la manera en que obtuvieron la lana y me vayan a reclamar, yo no quiero saber ni quién era ese señor.”

Del bar de un centro comercial, me cuenta Eugenio Javier, otra anécdota: “Don Enrique viene los sábados. Es un empresario norteño, arriba de los cincuenta años, que acostumbra acompañar a su esposa a hacer sus compras. Don Enrique viene al bar se sienta en una de las mesas del fondo a ver el fútbol y se bebe tres cervezas máximo hasta que su señora regresa acompañada del chofer que carga los paquetes. Siempre me llama por mi nombre y me deja propinas muy austeras. Una tarde llega don Enrique con una señora ya mayor, arriba de setenta, que traía un vestido de lino y un sombrero de tul:

—Me traes un Martini… ¿y a usted mamá suegra, qué se le antoja? —le pregunta a la señora.

—Una chaparrita de naranja —dice sonriente ella.

—No tenemos ese refresco pero ¿no se le antoja una conga? —le digo muy amistosamente.

—No, Javier, mi suegra no puede tomar –me di- ce bajito don Enrique.

—Una conga sin alcohol –le digo.

Don Enrique asiente y luego se queda entretenido viendo ganar a su equipo el Monterrey y se avienta unos tragos de más, se para de la mesa a ver los penaltis más cerca de la televisión.

La viejita deja su sombrero y se va.

—Ganamos, Mija, le dimos en la mera maceta al América —le dice a su esposa cuando ella llega escoltada por el chofer que carga varios paquetes.

—¿Y mi mamá? —pregunta su esposa.

Don Enrique voltea para todos lados y nomás ve el sombrero en un asiento junto a la mesa. Pone cara de apuración mientras su mujer enfurece.

Me salgo a buscarla y afortunadamente la encuentro mirando el escaparate de una tienda de juguetes. Me dieron la mayor propina que me habían dado desde que los conozco.”

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