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El Rayalibros: Escritura para salir de la noche

Por: Adán Medellín 17 Ene 2020
Había que tomarse un caballito y escribir una página. Luego, caballito dos y página dos. Y así sucesivamente.
El Rayalibros: Escritura para salir de la noche

Recuerdo un famoso “ejercicio” que nos planteaban en un taller de cuento al que asistí en algún momento de la universidad. El maestro decía que nos sentáramos frente a nuestra computadora o nuestra hoja en blanco con una botella de tequila y un caballito. Había que tomarse un caballito y escribir una página. Luego, caballito dos y página dos. Y así sucesivamente.

Por supuesto, lo que el profe no nos decía es que seguramente la mayoría quebrantaríamos la dinámica en un santiamén. Porque el primer shot quizá nos despertara las ideas y los recuerdos. Nos iríamos relajando o encabritando, según nuestro temperamento. Nos pondríamos melancólicos o festivos. Pero finalmente, en el transcurso de la noche (siempre pensábamos el ejercicio de noche) el caballito le acabaría ganando a las palabras. A veces más temprano que tarde. Y a otra cosa: borrachera segura.

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Muchos importantes y entrañables escritores la pasaron mal (o demasiado bien) con el alcohol, al grado de que sus obras literarias están empapadas de bourbon, cerveza, ginebra, ajenjo o el destilo de su preferencia. En la catedral de los santos bebedores del siglo XX están mirándonos las estatuas de London, Lowry, Kerouac, Roth, Faulkner, Cheever, junto a grandes voces femeninas redescubiertas como Lucia Berlin o Dorothy Parker, por sólo mencionar algunos.

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La escritura de algunos es un himno a las peripecias al lado de una botella como London. En otros desnuda una refinada e hipócrita convivencia social como en Cheever. También es un combate entre el intento de llevar un día de sobriedad y las consecuencias de no lograrlo, como en los relatos de Berlin. Y en los casos más extremos, es un gran flujo verbal y alucinante con la sabiduría de la embriaguez, pero cargado de la oscuridad interior de la enfermedad y la adicción, como en Big Sur de Kerouac, esa novela-poema-atmósfera del delirium tremens.

Recordé esto con la lectura de Ahora imagino cosas, el libro recién publicado de Julián Herbert (Literatura Random House, 2019). Mezcla de autoficción, crónica emotiva, periodismo político y confesión de quien vivió en carne propia la catástrofe de la adicción, el libro de Herbert tiene momentos en que la desesperación y el agotamiento se tocan con una lucidez estremecedora en la objetividad del alcohólico que se sabe objeto de aquello que creía dominar.

“Soy un hombre derrotado por la intensidad de su propia euforia”, escribe Herbert en una línea que resume el espíritu del libro. Y dirá más adelante: “Consigo a duras penas llegar sobrio al amanecer aunque las aguas de la oscuridad me hayan quemado toda la noche hasta los huesos”. Y sin embargo, aunque cuando conversamos Julián dice simplemente que se cansó, que su revival tiene que ver más con el agotamiento que con la valentía, es en ese aparente fracaso, en esa derrota a la que lo llevó el deseo de las “cosas mejores”, donde reside ese misterio que lo sacó a flote, y lo ha traído de regreso con todas esas cicatrices a cuestas. De eso queda la escritura como huella, la escritura que hacemos para salir de la noche.

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Fotografía de Hulton Getty

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