Por una vida sexy: Asunto de perversiones

Lo encerré en el cuarto de visitas. El cuarto de visitas de su propio departamento. Solo porque me dieron ganas de invitar a mi corneador favorito para hacer travesuras mientras mi novio “el oficial” miraba un partido de tenis. La idea fue de él, de mi novio, y surgió, como casi siempre, con su pene metido en mi vagina, yo a cuatro puntos sobre el edredón, él sudándome encima. A mí, que no tengo un pelo de su- misa, sí que me encanta cumplirle las fantasías y por eso he reunido una copiosa lis- ta de nombres y seudónimos de cómplices en mi directorio telefónico.

Conoce las Reglas de Oro del Swinger

Perpetramos la de esa tarde, la tarde en que mi novio fue encerrado en el cuarto de visitas de su propia casa, algún día de octubre.

Sonó el timbre, señal que lo encaminó hacia su escondite. Abrí la puerta con una minifalda negra de charol, un bustier beige de encaje y zapatos altísimos, de esos que algunos conocedores califican como “de profesional”.

Beso en los labios, discreto para disminuir la posibilidad de alimentar el morbo de testigos involuntarios. Caminamos a la sala, conversación sobre el clima meteorológico y político del país. Mi corneador dejó sus cosas en la mesa. “¿Crees que me pueda dar un regaderazo? Tuve un día pesado y sudé mucho”, preguntó. Ya fuera por esa razón o porque los flujos de alguna otra hembra aún reposaran sobre su cuerpo, me encantó la idea: no hay nada más rico que la piel de un hombre recién bañado, con ese delicioso olor a jabón fresco diluyéndose.

Lo esperé sentada en el sillón individual frente al ventanal de duela a techo. Salió con la toalla amarrada en la cadera. Se me acercó. Antes de dar el último paso hacia mí, la erección se escapó de la tela. El glande a la altura de mi nariz fue la invitación para darle la bienvenida a mi cavidad bucal, no demasiado tiempo. Cambiamos de lugares. Él me devolvió la cortesía como los expertos que gozan con hacerte gozar.

Mi primer orgasmo le empapó los dientes.

Fue hacia la mesa, sacó su arsenal de juguetes. Dildo, vibrador, succionador, es- posas, látigo, barra separadora… buscaba una corbata roja que se escondía en uno de los dobleces de la maleta. Sonrió.

Fuimos a la habitación. Antes de acostarme miré la fotografía que mi novio tiene de nosotros en el librero; estamos de pie, su mano en mi cintura, como sosteniendo un tesoro. El corneador me puso boca abajo, piernas separadas, amarró las cintas de la barra en cada uno de mis tobillos. Mis nalgas se elevaron. Con los pies en el suelo junto a la cama se agarró de mis muslos y me penetró de golpe.

Dispuso de mí con lentitud. Su linga y mi yoni conforman una unión perfecta de ancho y profundidad, condición que aumentó el asombro años atrás, cuando fuimos hallazgo mutuo.

Después navegó dentro de mí como las mareas en noches de luna llena, con calma y desenfreno. No podía cerrar las piernas, la barra se interponía en el espacio, lo que me causaba desesperación y un encanto nuevo. Cerré los ojos para incorporar esa sensación a mi repertorio.

Le dije: “Quiero cabalgarte”. Él, adorador de las mujeres que le dan órdenes, se acostó, no sin antes amarrarme la corbata al cuello y las manos en la espalda con las esposas. Me monté encima de él. Estaba a su merced, era él quien controlaba si mis tetas rebotaban con su pecho o les permitía volar.

Con el rabillo del ojo alcancé a ver a mi novio “el oficial“ recargado en la puerta, saboreándose la escena. Volteé a mirarlo, descarada. Mi lengua en un viaje ascendente sobre los labios.

Mi segundo orgasmo sucedió en la verga del Corneador y las pupilas de mi amor.