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El Rayalibros: cosas de los festivales literarios

Por: Adán Medellín 12 Sep 2019
No pretendo que las líneas siguientes sean una ley ni una verdad total, sino una mirada a algunos de los exabruptos que los envuelven.
El Rayalibros: cosas de los festivales literarios

En casi doce años de jugar el doble papel de escritor y periodista, he asistido a varios festivales literarios: ese pequeño laboratorio donde se pone a convivir a figuras de las letras nacionales o mundiales, jóvenes promesas, publirrelacionistas, agentes literarios, editores, público local y otra cosita. Así, uno va aprendiendo los modos, las modas, los patrones y los laberintos de estos eventos. No pretendo que las líneas siguientes sean una ley ni una verdad total, sino una mirada a algunos de los exabruptos que los envuelven.

Uno podría comenzar con las inauguraciones y los cortes de listón que involucran a políticos locales, funcionarios de cultura y alguna celebridad homenajeada. Ahí uno notará a la prensa local y a la prensa nacional, que sin querer se pisa el pie mutuamente. Se arrebatan los tiempos entre entrevistas de banqueta, preguntas que más bien son comentarios u obviedades. O bien porque los enviados pueden tener experiencia nula en el tema, o porque se consideran dueños de la comunicación de la cultura en su terruño, hecho que ocasiona no pocas reyertas, amén del consumo indiscriminado de bocadillos.

Derivado de esta especie, está el funcionario o gestor que se considera el faro cultural de su ciudad, pueblo o estado. Te dirá que prácticamente inventó toda el ritual de las presentaciones, incluyendo la ingesta de vino, la puesta de canapés y hasta la ocurrencia de ponerle un micrófono a los autores. Te dará su libro de versos publicado y sonreirá mientras te cuida; hablará de sus esfuerzos por desasnar a sus congéneres, mientras te cuenta pestes de otros o te presume sus amistades literarias, que incluirán siempre a un intelectual laureado que lo saludó alguna vez en una cantina.

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Los escritores vivirán un poco confundidos. A veces por el clima, por el camión, por el avión, por el cambio de horario o por las movidas imprevistas en la agenda. Llegarán derrapando de una comida que ameritaba sobremesa para dar, bien acalorados, su sapiencia el público; o también, algo bebidos, dispuestos a despotricar contra el tema en turno, a reclamar las letras como homenaje a Baco, a la libertad, a la conquista. Los más lúcidos, probablemente, tendrán un presentador local que buscará agasajarlos o demostrará frente a sus pares que nunca lo ha leído. Estarán los retraídos, los sociables, los sabios, los malacopas, los malditos, los rockstars, los que llegaron pero nunca estuvieron.

En este ecosistema sucederán los inevitables enredos. Infidelidades de autores consumados con alguna promesa, conatos de bronca en el éxtasis arrabalero, choques por la falta de moderación en el consumo etílico, rivalidades literarias cantadas como tiros al aire, selfies desenfocadas. Habrá cambios de cuartos consensuados o invadidos. Roomies de cuarto que sólo se descubren por la mañana o por el olvido de alguna maleta o de un preservativo.

Pero también habrá amistades que se cimentan en la charla, los trayectos o las letras compartidas. Revelaciones de afinidades, deslumbramientos con autores locales, con voces nuevas y que ameritan relecturas, intercambios con lectores, empatía con gente de países o culturas distintas que sólo se reúnen por ese objeto mágico –llámese libro– a discutir y predicar como iniciados la posibilidad del contacto con la palabra. Habrá apasionados y seres con fe, haciendo día a día la palabra y sus espacios como un pan para los otros.

 

Todo eso, amigos y amigas, es lo que cuenta, y que ninguno en este juego se dé por ofendido.

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