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Elogio de las cantinas: La esquina del Jockey Club

Por: Jorge Arturo Borja 13 Mar 2020
Cada vez que te tomes un trago ahí, recuerda que en ese mismo lugar bebieron célebres protagonistas de la historia de México
Elogio de las cantinas: La esquina del Jockey Club

 

Durante más de dos décadas, La Casa de los Azulejos es sede del Jockey Club y punto de encuentro de la juventud dorada del porfiriato. Los mirreyes consentidos de esa época suelen ir a bañarse y convivir con otros de su misma clase en el juego del billar, en el boliche, en el bacará, el whist y el póker del casino, o nada más para convidarse con los banquetes de cocina francesa profusamente acompañados con botellas de burdeos, borgoñas, vinos del Rhin y coñacs, o simplemente con el Veuve Clicquot o el Roederer de moda entre la clase política, para terminar exhalando satisfechos los aromáticos aritos del mayestático habano.

Una tarde de septiembre varios espectadores se congregan alrededor de una mesa del casino. El joven Ignacio Torres Adalid juega póker contra uno de sus conocidos. Tiene tan mala racha que en dos horas ha perdido todo lo que llevaba en la bolsa. Bebe su coñac y, desesperado, decide tentar al destino.

—¿Crees que mi Hacienda vale cien mil pesos?

—La Hacienda es lo único que te queda, Nacho, y no voy a permitir que te arruines.

—Agradezco tus buenas intenciones. Pero piensa que si hoy no juego, jugaré mañana hasta perderlo todo. Si gano, voy a seguir siendo un inútil. En cambio si pierdo, me voy a poner a trabajar y me haré un hombre de provecho.

—Bueno… ¡haz lo que te dé la gana!

Nacho Torres pide una carta. La mira. Se le iluminan los ojos, sonríe. Muestra una tercia de reyes. Su contrincante muestra una flor imperial. El público lanza un grito. Ignacio Torres Adalid pierde su hacienda. Dicen las memorias de uno de sus descendientes que al día siguiente Torres Adalid sale para su terreno de Ometusco. Siembra magueyes, se casa, enviuda y levanta un emporio.

Aunque la Casa de los Azulejos lleva ya dos siglos de construida, es hasta 1881 que la recién formada asociación del Jockey Club de México le renta a la familia Iturbe, por 700 pesos mensuales, este exclusivo palacio que, además de salones de lectura, conversación y fumador, cuenta con un bar donde “combeben” los viejos verdes con los jóvenes lagartijos de Plateros. Uno de ellos es el poeta Manuel Gutiérrez Nájera, quien a sus 25 usa bigote inglés y viste saco de terciopelo violeta y gardenia en el ojal.

A las seis, el poeta camina los 825 pasos que van del Callejón de la Condesa, donde se encuentra la puerta del bar, a la tienda La Sorpresa, para recoger a su novia, una francesita que atiende el almacén de ropa de Madame Anciaux. Marie Rose es una rubia de ojos verdes, nariz pequeña, cutis de ala, boca de guinda, talle de avispa y pie de andaluza, según la descripción del poema con que Gutiérrez Nájera la va a inmortalizar: “La Duquesa Job”.

En 1886 se publica el texto dedicado a Manuel Puga y Acal, periodista y crítico literario, pero dos años después, cuando el poeta le avisa a Marie Rose que va a casarse con la señorita de sociedad Cecilia Maillefert, la Duquesita intenta suicidarse disolviendo unos cerillos en una taza de té. Afortunadamente el doctor Juan N. Govantes y el mismo Manuel Puga auxilian a la muchacha y la salvan con un oportuno lavado de estómago. Finalmente, Marie Rose termina casada con un rico empresario y Manuel Gutiérrez Nájera muere en febrero de 1895 a causa de una herida que se hace al rasurarse, pues padecía de hemofilia.

Unos años antes, el periodista Puga y Acal tiene la mala ocurrencia de publicar una crítica a la memoria del general Miguel Miramón, quien murió fusilado en el Cerro de las Campanas, junto con Maximiliano. El hijo de Miramón se ofende y lo reta a duelo con florete.

A don Manuel, que no sabía esgrima, se le ocurre ir a practicar al Jockey Club, pero en vez de hacerlo en el gimnasio lo hace en el bar fumando puros y tomando coñac porque su amigo el poeta Gutiérrez Nájera le había aconsejado: “resígnate porque te van a matar”, y al periodista le parece que la mejor manera de resignarse es bebiendo. La mañana del duelo en el bosque de Chapultepec, don Manuel trastabillea y cae. El joven Miramón, en un acto de compasión, sólo lo marca en el bajo vientre con su florete, para que los padrinos lo descalifiquen porque está prohibido marcar al oponente, y de este modo salva la vida el periodista.

Luego vendrá el vendaval de la Revolución, y en agosto de 1915, el general carrancista Pablo González instaura la Casa del Obrero Mundial donde antes estuvo el Jockey Club, y cuatro años después Frank Sanborn lo convierte en farmacia y fuente de sodas. Así que cuando usted esté bebiendo un Martini en el famoso bar de La Casa de los Azulejos piense en que en este lugar se reúnen los fantasmas de ínclitos bebedores de otros tiempos.

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