Un artista ruso perdido en Puertecitos, Baja California
A lo lejos, los destellos plateados de una escultura de totoaba simulan un excéntrico faro en la costa bajacaliforniana.
Cerros pelones color ocre y el azulado del Mar de Cortés completan la postal surrealista. Sostiene un teléfono celular con su aleta pectoral.
“Está perdida”, me dice Sergey Gornushkin, autor de la obra. Perdió su rumbo debido a los sonares, afectaron su capacidad de ubicación.
El misterio de cómo terminó esta obra de arte sobre una rampa de Puertecitos, un diminuto pueblo pesquero en la costa desértica de Baja California, es apenas la punta del iceberg relacionado a este artista ruso asentado en este rincón perdido de la península.
LA LOCURA SAGRADA
En la cultura eslava, el «yurodivy» es el loco sagrado, aquel que transgrede las reglas de lo comunes en nombre de una verdad superior.
Los encuentras sentados en las esquinas de las ciudades, alabando a sus dioses, con el pincel frente a un desafiante lienzo, náufragos sobre su barco de palabras, ideando castillos perdidos en selvas potosinas.
La posibilidad de que un ruso nacido en la época soviética portara este abrigo del destino y decidiera intervenir el paisaje costero bajacaliforniano con sus esculturas, no me parecería del todo descabellado si consideramos que el tiempo recluta interminablemente a los intérpretes de la gran novela cósmica.
Después de varias negociaciones telefónicas, logramos acordar una fecha de encuentro. Por un fin de semana, puso llave a su galería en Balboa Park de San Diego, California, para encontrarme en un Starbucks de Mexicali, desde donde partimos por carretera al sur, sin paradas, hasta su casa en Puertecitos, Baja California.
Entrado en sus cuarentas, de barba rojiza y algo corpulento, Sergey tiene una mirada apacible durante la charla carretera.
Para él, el desierto es una galería abierta. Goza de su amplitud, del silencio, del calor. Habla de su infancia con un lujo de detalle. Recuerda perfectamente su primera escultura: un tiburón de plastilina terminado en el sobrio departamento de sus padres en San Petersburgo, unos años antes de la caída de la Unión Soviética; en aquel entonces, lo único que conocía del mundo exterior eran los océanos en la pantalla de televisión descritos por el buzo francés Jacques Cousteau.
WELCOME TO PEZ GALLERY
Quienes llegan hasta Puertecitos, normalmente lo hacen llamados por las aguas termales, famosas por colindar con el mar. Pocos lugares en el mundo presumen esta combinación natural. Humeantes aguas azufradas que terminarán bañadas por la marea en algún punto del día.
La escultura de una mujer de semblante relajado da la bienvenida a los visitantes.
No se vende alcohol, ni se permite la música después de las 10 de la noche, reglas que espantan justo al tipo de viajeros no deseados en el destino.
La dueña del predio, Clara Orozco Zapata, busca que el ambiente sea lo más apacible posible. Fiel creyente, miró en Sergey como el elegido para erigir sus obras y darle un toque de arte y color al lugar.
“El tiempo funciona a su divina manera, la naturaleza es el jefe”, sentencia el escultor eslavo que obviamente, aceptó la encomienda.
En la entrada de Puertecitos, un círculo de madera pintado de tonos azulados y con una gárgola de escama al centro, anuncia la entrada a su galería: Pez Gallery.
Desde afuera, el inmueble es un exótico collage de un misterio cautivador; una vieja casa de madera color durazno con un tejaban cubierto de hojas de palma, todo tapizado de obras de arte.
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FAVOR DE NO INTERRUMPIR EL AMBIENTE
Cual hostess de la galería, una instalación hecha con cinco ratas emanando de un tubo metálico, es la primera en recibirme. A mi izquierda, inalterado por mi presencia, un pez cerdo flota altivo.
A cada paso abandono el desierto y me sumerjo en el mundo del artista; obras suspendidas al centro del salón, dormidas en las esquinas, luciendo en los aparadores, de gran formato y diminutas piezas repartidas en cada rincón.
Dos danzantes con cabeza de pescado. Una sirena silbando dulces melodías. Escamas saliendo por la boca de un esclavo africano. Un pez dorado colgado de cabeza con monedas en los ojos que servirán de cuota en su nado al Inframundo.
Rodeado, me siento como el buzo dentro de la pecera del hijo de Neptuno.
“Soy el Jacques Cousteau de gorra roja”, dice con una sonrisa pletórica mientras da color a los próximos peces de cerámica que integrarán el cardumen de obras de su galería.
Me guía al exterior e invita a conocer las esculturas repartidas alrededor del pueblo. Algunas instaladas en áreas públicas, otras dentro de predios privados, pero en todos los casos, las obras de Sergey Gornushkin, como los peces en el mar, se mecen con el ambiente.
“No hay que interrumpir el ambiente”, me dice.
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UN INFILTRADO EN LA DIÁSPORA
Un pelícano grisáceo detallado con azulejos inaugura la ruta del artista. A pocos metros, fundido en el aire, un segundo pelícano metálico montado sobre un poste de 4 metros, custodia el área de acampar frente a la micro-bahía de Puertecitos.
Cuervos, gaviotas y garzas azuladas diseminadas por el terreno invitan a un juego de exploración.
Una tras otra aparecen como si fueran parte de la fauna nativa, te guían hacia la rampa, donde se encuentra la corona de su haber; la totoaba gigante que se ha convertido en un emblema de Puertecitos.
Su última obra, un majestuoso mausoleo de estilo renacentista español, de 9 metros de altura y que servirá de morada a las cenizas del difunto padre de Clara, tan sólo suma al exotismo del lugar.
Cae la tarde con esos remansos de luz solar que resaltan el rojizo de esta tierra para darle un tono marciano. Terminada nuestra jornada, Sergey me invita a unirme a una reunión con sus amigos; una joven pareja de rusos y un ucraniano, todos, por alguna razón, también asentados en Puertecitos.
Claro, pensé, no podría concluir el reportaje de mejor manera: infiltrado en la diáspora eslava en la costa desértica de Baja California.
Dimitri y Verónica nos reciben de brazos abiertos. Vladislav, un ucraniano de rastas doradas, rompe a carcajadas con nuestra llegada. Entre ellos charlan en su lengua natal, como si se tratara de una familia de expatriados en pleno reencuentro.
PERDIDO EN LA BAJA
La noche es cálida, el ambiente relajado. De pronto, Sergey me parece todo menos un loco. Fuma su cigarrillo sin prisa, dejando que sus fumarolas se disipen con la noche.
Todo resulta estar en el lugar correcto, cada uno del grupo como la escultora de una instalación en la mente del artista. Sin interrumpir, premisa máxima del artista.
Me pierdo hipnotizado por su idioma y regreso de cuando en cuando a participar en inglés, la lengua puente. Una luna mordida emerge del mar y todos entran en silencio.
Sin pensarlo dos veces, la pareja anfitriona decide ir en ese preciso momento a las aguas termales, dejándonos en su casa. Nadie se inmuta por el acto, todo parece tan natural.
Puedo mirar el flujo del agua con el reflejo de la luna. Tal nivel de entendimiento entre personas tan distintas es propio del lenguaje del desierto. Te funde con el ambiente. Apenas y puedo mirar la la silueta de Sergey en la penumbra.
Ese ruso, el artista, tampoco falló en su predicción sobre el tiempo; él está justo donde debe estar, tal cual, en este rincón perdido de la Baja.
