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¿Robar libros? Más allá del bien y del mal

Por: Jafet Gallardo 20 Ene 2020
#LibrosAlDesnudo Por Jaime Garba @jaimegarba En la literatura no todo es perfecto, es más, si se trata de ver hacia […]
¿Robar libros? Más allá del bien y del mal

#LibrosAlDesnudo

Por Jaime Garba

@jaimegarba

En la literatura no todo es perfecto, es más, si se trata de ver hacia dónde se inclina la balanza, yo creo que lo imperfecto predomina. Pero está bien, porque así es la vida, llena de matices, momentos en que a veces gozamos, a veces sufrimos, lloramos a ratos y reímos en otros. El problema se origina cuando se idealiza, cuando se usa la literatura como escudo protector de todos los males de la humanidad; y es entonces cuando el blando guardián de los miedos, sutil pero al mismo tiempo poderoso, al ver el proyectil cerca, nos obliga a abrir los ojos sugiriéndonos enfrentar las cosas, sobre todo con valor.

El fin de semana me encontré a un amigo de la adolescencia al que tenía años sin ver, y que en cierta ocasión estuvo en el ojo público por un acto que puso a la sociedad a pensar con profundidad en el bien y el mal. Resulta que siendo un voraz lector, llegaba cada miércoles a la escuela con un libro nuevo: novelas, ensayos, poesía; libros delgados, gordos, grandes, pequeños; ediciones de lujo, pasta dura, pasta blanda; nuevos, usados; pulcros, maltrechos. Así, cuasi religiosamente, lo veíamos llegar por la mañana con su mochila y los cuates, en un ritual extraño (puesto que a casi nadie nos gustaba leer), en círculo nos postrábamos para conocer la nueva adquisición. La curiosidad duraba apenas unos minutos y nos disipábamos, así hasta la siguiente semana. No habría pasado más de no ocurrir un hecho detonante: un miércoles no llegó a la escuela. Como en mi ciudad aplica la máxima de “pueblo chico infierno grande”, no tardamos en enterarnos de que nuestro amigo había sido detenido infraganti hurtando un libro en la única librería que por aquellos entonces existía. No sólo eso, aquel libro era el inicio del hilo de una larga serie de hurtos, su biblioteca de casi doscientos títulos era fruto del robo minucioso ejecutado los martes por la tarde. La prensa local y del estado postró sus ojos hacia el Robín Hood lector, porque en los tiempos donde existía el robo de autos, de bicicletas, de casa habitación, a transeúntes y un largo etcétera, aquel joven le quitaba a la librería lo que tenía en abundancia para, según decían “volverse mejor”. Clasemediero, era considerado casi como un héroe. Sin embargo la liga de la moral no tardó en entrar al quite y poner a discusión un acto a priori “malo”. Los defensores de la lectura abogaban por las bondades del alma de mi camarada porque decían: “robó un libro, eso no puede ser juzgado como malo”. Aquello era equiparable a que si alguien hambriento robara un trozo de pan. La discusión duró varias semanas, pero como toda nota, se fue disolviendo en el viento.

robo libros 2

 A nuestro reencuentro, entre broma y broma le pregunté si seguía visitando aquella librería, cabizbajo respondió con una apenas audible negativa. Mas no sólo eso, me contó la otra parte de la historia que los demás nunca supimos y que formó parte de esa oscuridad que vivió exclusivamente. Siendo juzgado como héroe por unos y villano por otros, los que no perdonaron fueron los “capitalistas” libreros, quienes teniéndolo bien fichado por tanto que salió en las noticias, procedieron a imprimir carteles que pegaron estratégicamente en las librerías, con la plena intención de alertar a los trabajadores por si se le ocurría volver al chaval. Él, quien al parecer jamás se sintió un redentor de los pobres lectores, anhelaba que todo pasara para continuar con su simple vida, pero cuando intentó ingresar a la librería pensando sus pecados estaban perdonados (pues debió pagar todos los libros que le comprobaron robó), fue increpado y rechazado. “Bueno, es normal”, habrá pensado, pero cuando viajó a otra ciudad cercana pasó lo mismo, así en casi todas las librerías del estado. Por aquel tiempo no existían las redes sociales, de lo contrario no imagino de cuántos lugares lo hubieran excluido. Qué triste, como el rostro con el cual me contaba aquello.

Apenado por haberle evocado tales recuerdos estreché su mano y me despedí deseándole suerte y siguiendo cada quien su camino. De pronto, a unos diez metros, vi que un tío que caminaba por la acera de enfrente se cruzó para toparme y cuando lo hizo con morbo me preguntó qué hacía con “aquel tipo”. “Es mi amigo”, respondí con una seguridad que deseaba sirviera para hacerle ver que cambiara de tono. “Ah pa´los amiguitos que te cargas”, dijo. Intrigado le cuestioné la expresión, respondiéndome que era sabido por todos que andaba en malos pasos y que recién salía de prisión por una estafa que hizo en la empresa donde trabajaba, otro tipo de robo que no lo glorificó en absoluto como en los años juveniles.

Mucha intensidad para una cuadra, pensé, y a mi cabeza se vinieron entonces las primeras reflexiones, cómo leer nos puede salvar pero también hundir, por eso nada está dicho en el mundo lector, las connotaciones que le damos a la lectura al final de cuentas ni nos corresponden a nosotros, suelen provenir de la sociedad a la que pertenecemos. Ahora que escribo esto me pregunto qué habría pasado si mi amigo no hubiese sido descubierto, cuántos libros no tendría ahora en su biblioteca, hasta dónde hubiera llegado, tal vez habría sido un buen editor o un notable crítico. También pienso si aquel momento de su vida determinó su futuro. No lo sabré, curiosa infinita duda. Qué frágil es el destino.

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Jafet Gallardo DIGITAL EDITOR Me gusta capturar historias en video y escribir mis aventuras de viaje. El conejito se volvió mi mejor amigo.
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