La sombra que persigue: una crónica sobre Metallica en México

I.
Una vez que terminó el primero de cuatro conciertos, cuando la gente comenzaba a gritar ¡Otra, otra!, la voz de James Hetfield sonó, en español, a través del micrófono:
—¿Hola?
Los que ya avanzaban hacia la salida se regresaron, pensando que quizá, en efecto, la banda cumpliría esa petición tan mexicana, más allá del himno de Los Tucanes (y del de los Caifanes).
Pero no, Hetfield solo agradeció su asistencia al público y les recordó a todos que aún quedaban tres fechas por delante. Les pidió que volvieran a casa con cuidado.
Lo mismo hicieron Kirk Hammett, Lars Ulrich y Robert Trujillo (quien en algún momento lució sombrero de charro) en su horrible español que la Sombra no entendió por qué no había practicado en tantos años.
Luego los cuatro jinetes se reunieron en el escenario, hicieron una reverencia y recibieron el aplauso de uno de sus lugares favoritos para tocar, el cual cerraría la gira promocional de su reciente álbum 72 Seasons, pero que extendieron por unas fechas más en Estados Unidos junto a Pantera y Suicidal Tendencies.

Metallica en el Estadio GNP. Foto de Liliana Estrada.
II.
El slam comenzó horas antes.
Fue en el metro. Ahí viajaba una pareja: un metalero enorme, como enorme era su chaqueta estilo ángel del infierno. Barbado, de esas barbas sin bigote, alargadas, chivescas; botas gruesas. La metalera llevaba un ceñido chalequito de mezclilla, el logo amarillo de Metallica bordado en la espalda, un ajustado pantalón imitación de cuero y pequeñas botas picudas. La cabellera teñida entre castaño y rubio.
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—Perdónenme por estar aquí —dijo de pronto otro hombre, quien viajaba a un lado de ellos, recargado en medio de la puerta que en esas estaciones no se abría.
—No se preocupe —dijo Él, quien lo observó tan pronto subió en el vagón. Luego observó a la pareja metalera, quienes le daban la espalda lo más que podían.
—Huelo mal —dijo el hombre—, perdónenme.
—No se preocupe —dijo Él, y le sonrió y se puso frente de aquel andrajo de individuo: la cabellera encanecida, las ropas percudidas y sucias. La piel muy morena, los ojos claros que miraban el vacío donde residía. Parecía el personaje del videoclip de The Unforgiven.
—Ojalá puedan ayudarme con algo de comer —dijo el hombre, alzando la voz, incapaz de dar un grito, y entre sus manos sucias, de uñas largas, movió unas monedas.
Él extrajo de su bolsillo trasero del pantalón unas cuantas y se las extendió al hombre.
—¿Cómo se llama? —le preguntó Él.
—Adrián —dijo—. Y así quedé por andar de loco en la moto —se señaló la cabeza y luego la panza y dijo el nombre de una operación. Él asintió sin haberle entendido del todo.
Adrián bajó a la siguiente estación tras despedirse, tras pedirle permiso a Él para pasar. Sus tenis puercos se desplazaron por aquel piso aún más puerco.
La pareja de metaleros seguía en lo suyo. La Sombra pensó que era su primera vez juntos. Él no logró escuchar qué se decían. Solo los vio acercarse a las puertas en la estación Centro Médico. Varios se arremolinaron ahí para descender. El metalero, con su enorme cuerpo, se puso delante de la metalera, quien lo tomó por los hombros. Y, como en un slam, todos bajaron empujándose.

Metallica en el Estadio GNP. Foto de Liliana Estrada.
III.
Ella ya estaba ahí. Playera negra de una banda metalera nacional. La chaqueta de cuero entre sus brazos. “Botas para los pisotones”, dijo.
Él portaba el chaleco legendario de quien había sido su mentor. La playera de manga larga de su banda. Gorra. Lentes para ver bien. De intelectual. Un atuendo que de pronto le pareció un disfraz. O digno de su 36 años.
Salieron de Patriotismo luego de encontrarse con una amiga de Ella, quien se autodefinió como su madrina de bodas. Y es que eso era para ellos aquel concierto: una especie de magna celebración.
Comieron en un pequeño restaurante japonés que además de buen sushi, sopa miso y aquél helado empanizado tan rico, servían sendos vasos de cola con ron, lo que nuestros padres pedían sin pudor como cuba.
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Mientras comían, una pareja, enfrente, en la calle, comenzó a discutir. A gritos se decían cosas. Él insistía en algo que trataba de apoyar con su teléfono móvil. Ella, con lastimosos llanto y gritos, le decía que ya no quería estar con él.
Él miró la escena y un escalofrío le recorrió la espalda. Como si fuera la Sombra que soñó un día después y que se posó sobre él, dejándolo inmóvil. Atacándola a Ella.
Un subidón de muerto que hacía mucho no experimentaba, pensó.
Un par de hombres separaron a la pareja. A él. Uno de ellos le dijo: Ya estuvo, wey, y lo empujó. La mujer se fue sin voltear a verlo. El hombre lloraba. Tomó su teléfono y le marcó a alguien. Dijo algo y trató de avanzar en sentido contrario al de su exnovia.
—Qué feo —dijo Ella.
—Es horrible —dijo Él.
Un momento después dos metaleras cruzaron por ahí mismo. Llevaban puestas sus playeras de Metallica.

Metallica en el Estadio GNP. Foto de Liliana Estrada.
IV.
—Nunca imaginé que vería a Metallica —le dijo Ella a Él cuando ya habían abordado el metro otra vez, con dirección a Ciudad Deportiva; una vez que habían envenenado un Powerade mora azul con ron Bacardí blanco. Como en los viejos tiempos, se dijo Él, cuando la Sombra y Él eran uno mismo.
Bebieron incógnitos junto a otros que, como ellos, visiblemente iban al concierto. Por su acento, distinguieron a otra pareja que venía del norte del país. Él era un metalero pelocorto, casi tipo militar; ella, de falda a cuadros y medias de red, era blanca, pelo lacio, largo y negro. Aún no habían llegado a la valla de contención y él, moreno, grandote, ya estaba detrás de ella protegiéndola por la cintura.
—Bajamos en Velódromo, ¿no? —le preguntó pelocorto a alguno de sus cuates, pelocortos como él, quienes iban a un lado. Asintieron luego de ver las estaciones en la estampa que las ilustra en el vagón. “Somos afortunados”, le había dicho Ella a Él un día antes, pues recién habían reabierto ese tramo de la línea 9. La café.
Luego de unos tragos del Powerade, Ella comenzó a relajarse; Él también. En Velódromo bajaron los norteños; ellos dos en Ciudad Deportiva. Afuera estaba repleto de asistentes y vendedores que comerciaban todo tipo de parafernalia: playeras, sudaderas, chamarras, gorras, pulseras, tazas y hasta bolsas amarillas del mandado.
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—Me anda del baño —dijo Ella, de pronto. Él le preguntó a la doña que vendía dulces, aguas y cigarros si sabía de alguno. Le dijo que cruzando la calle—. No, me aguanto hasta que entremos —dijo ella. Y eso hicieron. Pasaron de largo todos los puestos. Y bebieron el Powerade —él fumó su cigarrillo— a las prisas.
Encontraron los baños allá adentro. De esos azules de plástico. Había fila. Esperaron un poco y ambos entraron. Una vez desahogados, caminaron juntos, el uno junto al otro, tomados de la mano, más despacio.
—Mis padres nunca hicieron algo así… —dijo Él.
—Los míos sí…. —dijo Ella.
—¿Algo como ver a Metallica?
—No, pero si fueron juntos a un concierto… de Rigo Tovar —se rió.
—Los míos vieron a Luis Miguel…
La pareja siguió avanzando. Ya en la zona de control, de la entrega de boletos, solo su código pasó. El de Ella. Un detalle, un descuido, una desatención, pensó la Sombra. Simple desconocimiento, pensó Él. Alguien de Ticketmaster los auxilió. Pasaron el filtro y llegaron a la zona donde la gente se tomaba fotos con una batería y una guitarra falsas, con el fondo amarillo y el logo negro de Metallica al centro. Ahí la fila era más grande que la del baño. Se tomaron unas selfies frente a ellos. Fotografías que quizá nunca verán la luz.
—¡Adiós, Tonotos! —dijo Ella y siguieron avanzando.

Metallica en el Estadio GNP. Foto de Liliana Estrada.
V.
Una de las bandas abridoras estaba tocando con las luces para el público encendidas. La Sombra no supo cuál de las dos que iban a tocar era, pero le pareció un cliché. Típica banda de rock. Además de aburridos, también le pareció que el público no reaccionó muy bien con ellos. Pronto se daría cuenta, sin sorpresa, de que el público no reaccionaría ni ante Metallica.
Tan pronto vieron a un vendedor de cervezas –lo cual fue rápido–, compraron una para cada quien. Luego de un par de tragos, Ella dijo: quiero ir al baño de nuevo. Él aprovechó para entrar. Fue ahí donde se percató de la verdadera diferencia entre el que solía ser el Foro Sol y el ahora Estadio GNP. No eran las oficinas –supuso que eso eran– de cristales azulados que se dejaban ver desde la lejanía, y donde probablemente estuvo la gente de prensa (intuyó, por la perspectiva de los videos que vio después). Eran los baños. Amplios, de azulejos negros y blancos, brillantes como su luz. Lujosos. Un poco menos que los del Museo Jumex, pensó. Mucho más que los de la Plaza Tepeyac (dos lugares que había visitado recientemente). Solo que el piso ya estaba encharcado (por lo mucho que los visitantes se lavaban las manos) y eso le restaba algo de glamour.
Saciados por segunda vez, Él y Ella se acomodaron donde creyeron mejor. Zona general. De pie. A lo lejos, Él vio el letrero del Snake Pit (la zona más cercana a la banda). No tuvo idea de cómo conseguir uno. Supo que sortearon algunos a través de su página oficial, de su club de fans, pero cuando vio el correo electrónico con el que estaba registrado desde hacía casi veinte años, era demasiado tarde.
De hecho no pensaba ir. De no haber sido por Ella, quien vio una promoción en la que “se liberaban” más boletos para aquel día, no estaría ahí. Supo de la venta de boletos dos años antes, sí, y conoció a algunos que los compraron desde entonces, pero por aquellos días todavía pandémicos preferiría priorizar sus gastos. Como los que generó el hogar que compartió con Ella –y con su Sombra– desde entonces.
Pensó que como reportero quizá podría probar. La última vez que oficialmente cubrió un concierto, hizo el recuento, había sido con Metallica, precisamente, 7 años antes, en 2017. Le parecía que había pasado menos tiempo. En ese entonces promocionaban el álbum Hardwired to self destruct y el concierto, que presenció en el mismo recinto, pero desde General B, le resultó estéril. ¿O fue a su Sombra?
La vez anterior, en 2012, en el Palacio de los Deportes, fue donde más cerca (o mejor) los pudo ver y donde los vio más veces (quizá fueron dos). Promocionaban, tal vez, dijo su Sombra, su inmunda película. Aquella ocasión asistió como periodista, e incluso pudo colarse con su anforita de tequila a la conferencia de prensa. Donde quiso regalarle a Lars Ulrich, su ídolo y por quien tocaba la batería, un poema.
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Pero no, esta vez no sería como reportero (propiamente). No como uno acreditado, sino como el gonzo que siempre quiso ser y que ya venía entrenando. No ha dejado de pensar, ¿o su Sombra?, que algún día el oficio le retribuya y pueda entrevistarlos. Y pueda hablar con Ulrich, Hetfield, Hammett o Trujillo, cara a cara, con su cada vez menos malo inglés.
La primera vez que los vio fue como fan en 2009, en el Foro Sol. Metallica promocionaban Death Magnetic y su paso quedó registrado en el dvd Orgullo, pasión y gloria. Ahí sí se volvió loco y con un amigo –cuya hermana tenía la tarjeta bancaria adecuada– pudo comprar los boletos en preventa. No existían las preventas de dos años antes ni las zonas tan exclusivas que solo a unos cuantos les permitirían estar muy cerca de los creadores del Master of puppets.
Aquella ocasión tenía 22 años, era joven, muy matudo (pensaba que para su edad actual ya sería calvo) y con unas ganas severas por ver a los que en algún momento decidió que serían su banda favorita. Cuando escuchó el Black album. De eso ya ha escrito, pensó, y se preguntó qué atuendo llevaba, si acaso portaba ese mismo chaleco que esta vez, o la chamarra de cuero que usaba en ocasiones especiales (como en teoría lo era ésta). No lo recordaba. Lo que sí recordó fue que trató de verlos tan cerca como pudo. Unas tres filas antes de la valla, donde se ganó una plumilla que luego regaló a un imitador de Hetfield al que nunca volvió a ver.

Metallica en el Estadio GNP. Foto de Liliana Estrada.
VI.
—¿No has visto la película? —le preguntó su compa aquella vez en que le hicieron un pequeño homenaje a Jason Newsted con sendos vasos de ron. Se refería al filme de Sergio Leone donde se escucha la pieza de Ennio Morricone que Metallica ha usado casi que desde siempre para abrir sus conciertos. Él le confesó que no la había visto, pero se propuso hacerlo (pronto). Así lo hizo y a partir de ahí se volvió un respetuoso seguidor del cineasta italiano al que se le endilgó la creación del spaghetti western.
Las imágenes de esa secuencia aparecieron luego de unas de las visitas previas de Metallica a nuestro país; la primera en 1993 y la segunda en 1999. Todo el mundo alrededor gritó bajo las ocho enormes pantallas armadas con bocinas, donde los músicos se veían en todo su esplendor (porque desde allá abajo no se veía ni máiz). Iluminados por luces rojas, en esa atmósfera infernal, todo el mundo pareció volverse un poco loco. Pero no lo suficiente para desmadrarse en Creeping death, la primera rola de una noche que duraría un par de horas.
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Él era el único que mateaba en torno, así que Ella le hizo segunda. Ninguno de los dos se imaginó esa escena: siendo los únicos mateando, pero ahí estaban, siendo además observados como un par de inadaptados por los demás. Entonces sonó Lepper messiah…
—Tú salta y grita todo lo que quieras —le dijo una doña (no tan doña) a Él—, pero ten cuidado, que mi hijo que está aquí sentado. Él tuvo que asomarse para corroborarlo: en efecto (es cine): ahí había un niño sentado, cabizbajo, medio cubriéndose los oídos.
—Pues pa qué lo trajo, doña —dijo su Sombra, pero Él permaneció en silencio.
Más tarde tocaron 72 Seasons y Ella explotó.
—¡Esa sí la conozco! —gritó y empezó a saltar y a matear como posesa. Sonreía con esa sonrisa tan espectacularmente suya. Él le hizo segunda, pero nadie más, salvo un gordo bajo y calvo, quien le gritó y le aplaudió como cuando en las bodas alguien pasa a bailar al centro del círculo de las tías.
Él redescubrió la belleza de Ella en la mirada de ese otro. Y dijo:
—Vamos a otra parte, mejor, donde si hagan slam… —entonces sonó, a manos de Kirk Hammett y Roberto Agustín Miguel Santiago Samuel Trujillo Veracruz, tocayo de Él, La Chona (a la que Kirk y él llamaban “La Concha”) favoritísima de Ella.
—¡No mames! —gritó en puro éxtasis— ¡No mames! —y Él pretendió bailar con Ella; lo logró un momento, un par de acordes, pero, como dicta el himno actual, Ella bailó sola.
Y Él lo notó.
Y lo notó la Sombra.

Metallica en el Estadio GNP. Foto de Liliana Estrada.
VII.
Salieron de aquel espacio donde los celulares sustituyeron a los rostros, cuando Metallica comenzó a tocar The day that never comes, que a la letra, en español, dice algo como:
La boca llena de mentiras
tiende a oscurecer tus ojos
solo mantenlos cerrados
sigue rezando, sigue esperando
esperando por el día
el día que nunca llega.
Quedaron cerca de los baños. Entonces Ella dijo: “Voy a pasar”. Y Él se quedó ahí esperando, solo, junto a su Sombra, viendo un halo de luz que rodeaba a James Hetfield (quiso sacar el cel y tomar una foto, pero prefirió no hacerlo) y a su guitarra mientras cantaba:
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Amor es una palabra de cuatro letras
nunca dicha aquí.
Amor es una palabra de cuatro letras
en esta prisión.
Encontraron el slam a varios metros, a la izquierda de donde estaban. Por todo el Estadio GNP apenas y se podía pasar.
Lo conformaban un grupo de cuatro morras, lideradas por Kanvra, la diosa de la oscuridad (o algo así era su nombre artístico).
Para entonces ya había sonado Shadows follow, cuya letra, en su traducción oficial, dice:
Furioso
respirando rápido
las pesadillas crecen.
Sigo corriendo
y aún mis sombras me persiguen.
Luego sonó Orion. Tanto ellas como un par de individuos más comenzaron a matear recio. Otros dos, que estaban a sus espaldas, fumaban cigarrillos que probablemente escondieron entre su ropa interior. Él les pidió uno.
—Yo sé carnal —dijo el que abrió su cajetilla, le extendió uno y se lo encendió; ninguno de esos dos grababa nada con su cel, como nadie más a la redonda—, que todos están muy calmados. Y que esas rolas que estaban tocando no son las que nosotros queremos oír. O a lo mejor es que ya estamos treintones… yo ya no me metería al slam.
Un otro tomó uno de los vasos de la torrecita que había conformado hasta ese momento y le sirvió un poco de whisky con agua mineral y hielos a Él, quien incrédulo por su generosidad se limitó a recibirlo y darle las gracias.
Entonces sonó Sad but true.
Y luego Fight fire with fire.
Les siguió Fuel.
En las tres armaron su pequeño slam, conformado por no más de diez personas, incluidas las chavas. Incluída Kanvra, la diosa de la oscuridad, quien lució su espectacular matota negra. Incluída Ella y sus canas.
Incluído Él y sus nacientes canas en la barba.
Luego sonó Master of puppets y ahí sí que todos gritaron. Terminaron abrazándose entre desconocidos. Esperando volver a verse para las siguientes fechas.
En Nothing else matters (que sonó antes que las cuatro mencionadas) los que estaban en las gradas prendieron los foquitos de sus cels.

Metallica en el Estadio GNP. Foto de Liliana Estrada.
VIII.
Enfrentándome a mis demonios
ahora ya sé
que si corro
aún mis sombras me persiguen.
—Solo en la oscuridad eres feliz —le dijo Ella (¿o era su Sombra?) antes de perderse, tambaleante, al final de la calle. Sin dar mayor explicación y seguida por su silencio.
Eso luego de que pasaran por una última vez al baño y, sonrientes (¿felices?), salieran del estadio en fila india, dentro de una procesión que se preciaba interminable. Ahí afuera seguían los vendedores con sus mercancías diversas, pero el metro ya había cerrado sus puertas. Caminaron entonces hacia donde pasaba un transporte público que los sacó de ahí. Ninguno de los dos imaginó cuán lejos los llevaría.
—No, no soy feliz así —dijo Él, para sí mismo, mientras la miraba alejarse.