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Extasionamiento: La catadora de moteles

Por: Arturo Flores 17 Ene 2020
Suelen decirme que como editor de Playboy tengo el mejor trabajo del mundo. Una vez, conocí a una mujer que […]
Extasionamiento: La catadora de moteles

Suelen decirme que como editor de Playboy tengo el mejor trabajo del mundo. Una vez, conocí a una mujer que se dedicaba a algo por lo que yo hubiera vendido mi alma al diablo a cambio de ser: una catadora de moteles.

Nos encontramos en la inauguración de uno. En la fiesta de apertura de un fastuoso templo de amores marginales (porque uno sabe que el ingrediente prohibitivo incrementa el placer que genera visitar esos lugares), a la que se invitó a un afortunado grupo de prensa para que degustáramos la coctelería que el motel ofrecía a su clientela, escucháramos a un DJ que había empotrado su computadora en un rincón de la terraza y al final de la noche, disfrutáramos de una de sus suites junto a quien nos acompañara.

Mi novia y yo nos instalamos en una mesa en la que había otra pareja con la que de inmediato comenzamos a charlar. La catadora de moteles, a quien llamaré Ivette, era una mujer instalada en los 30, entallada en un vestido de estampado florido, que despedía un aroma frutal y de sofisticación con cada una de sus palabras. Venía con un tipo, a todas luces más joven, que se encargaba de tenerla bien provista de martinis.

Parecía que quería emborracharla. Después, mi novia y yo entendimos que aquella deslumbrante Mantis Religiosa había traído a aquel encorbatado efebo, con pinta de muñeco Ken, para comérselo vivo después de la fiesta. Pero antes, él
estaría a sus servicios, ya fuera para reír de sus chistes o traerle algún trago y un canapé.

Ivette tenía un blog. Los moteles le permitían hacer uso de sus instalaciones y a cambio, ella escribía sus impresiones. En los meses recientes nos contó que había visitado decenas de ellos. A su acompañante parecía no incomodarle saber que había estado con otros hombres en aquellas incursiones. Aquel despliegue de conocimientos respecto a las cuevas urbanas de la lubricidad parecía estimular intensamente la imaginación del muñeco Ken. Le prendía que su pareja tuviera no sólo un currículum extenso, sino que acumulara un vasto conocimiento de la cartografía sexual de la ciudad.

—Pero no siempre fui una experta— reconoció—. La primera vez que fui a un motel, ni siquiera sabía si debía meter mi auto o dejarlo afuera. 50 visitas después, su empirismo la había llevado a distinguir entre el Círculo de metal que hay en el Pop, del Rincón del Sacrificio empotrado en una suite del Aruba. Seguro —pensaba yo mientras el efecto de mis propios martinis hacía que mis ojos se desbarrancaran en el escote de Ivette— a esta medusa que tengo delante algún afortunado le había tributado un orgasmo en el Sillón del Amor que hay en el Motel Marqués del Peñón o la había mirado desnudars lentamente bajo la lluvia artificial que cae sobre el tubo del Pirámides en la colonia del Valle.

Incluso mi novia parecía hechizada por las historias que aquella historiadora del placer nos compartía.
Como parte de su trabajo, había probado un toro mecánico con dildo añadido, había dejado que la ataran en un escenario BDSM con sutiles latigazos incluidos, se había bronceado en una playa artificial, deslizado sin ropa por un tobogán hasta una piscina privada e incluso retozado en una cama circular, similar a la que Hugh Hefner tenía en su Mansión. También había degustado los menús de disfraces temáticos que muchos otros moteles ofertan.

Pero lo mejor es que le habían pagado por cada una de esas encomiendas.
Comprendí entonces que ser editor de Playboy y que te caigan unos pesos en tu cuenta a cambio de organizar una sesión de fotografías en las que una diosa se quite la ropa, no es el mejor trabajo del mundo.

Cerca de la una de la mañana, Ivette apuntó el último trago de su Martini.
Se acomodó el cabello y sujetó de la mano a su muñeco Ken.
—Ven— dijo en tono imperativo—, vámonos a dormir.
Había llegado el momento de poner a su consideración las bondades de aquel nuevo motel boutique al que nos habían invitado. Ambos se retiraron a su habitación.
Conclusión: el mejor trabajo del mundo es ser acompañante de la hermosa
catadora de moteles.

 

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