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AMLO: la nueva casa de los deseos

Por: Playboy México 22 Nov 2018
Cuando el Jetta blanco por fin logra tomar Monterrey la vida se acaba. Los reporteros guardan sus cámaras, la gente busca el Metrobús o camina rumbo al Metro Insurgentes y la tranquila calle vuelve al silencio.
AMLO: la nueva casa de los deseos

Cuando llegué, caía una persistente lluvia que no molestaba pero que iba mojando de a poco a todos. Ese día no había la fila larga de gente queriendo entregar sus peticiones, ni la romería de cosas de Morena, fotografías de revolucionarios o playeras con el Che estampadas en el pecho, incluso chicharrones y cacahuates o refrescos. Era un día triste. Los reporteros de medios estaban escondidos bajo una lona puesta para la ocasión, algunos otros se protegían bajo un árbol, esperando que saliera alguien a dar alguna reacción de la reciente visita del embajador de Japón al equipo de López Obrador.

Llevo ya varios días yendo uno sí y uno no a la casa de transición del presidente electo, Andrés Manuel López Obrador. Primero iba por la simple curiosidad de estar ahí, en algo que podríamos llamar histórico. De la misma manera que fui al Zócalo poco después de que lo dieron como ganador.

También hice eso, pero en el Ángel de la Independencia cuando Fox se alzó con el triunfo en el año 2000. Pese a que en ambos triunfos se respiraba un aire de alegría, el de AMLO, como lo llaman los medios para ahorrarse la pereza de escribir todo su nombre, es decididamente diferente.

Vicente Fox iba protegido por un aparato enorme de seguridad, y cuando vino el Papa, Fox se hincó y le besó la mano. Ese solo hecho dejó muy claro cuál iba a ser su particular forma de comportarse como presidente. De la misma manera que López Obrador, cuando avanzó sobre Reforma para llegar al Zócalo a la espera de sus simpatizantes, despojado de todo el aparato de seguridad, motocicletas cerrando calles, suburbans blindadas y demás parafernalia, marcaba cómo sería la forma de comportarse una vez que se pusiera la banda presidencial.

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Fotografía de Cynthia Benítez

Un hombre santo

Recuerdo un hecho que sucedió la primera ocasión en que quiso ser presidente, en el 2006, frente a Calderón. Yo viajaba en una carretera solitaria rumbo a Xalapa, Veracruz, cuando vi a un hombre caminando sobre la orilla del camino, a kilómetros de cualquier lugar habitado. Me detuve y le pregunté si le podía ayudar. El hombre iba vestido con una sucia camiseta amarilla del PRD, con un banderín de López Obrador y un viejo sombrero de palma que apenas si le cubría la cara del inclemente sol.

—Voy a ver a Obrador a Xalapa, pero como no tenía dinero me vine caminando. — Me dijo por toda respuesta y no me quedó de otra que llevarlo a su destino.

Así como él, miles de personas hacían esfuerzos enormes por acercarse al entonces candidato. Una ocasión en Tlaxcala, en un pequeño municipio con una risible cantidad de personas, Obrador hizo un mitin sin templete, sin oradores, en el suelo, ayudado para hablar simplemente con altavoz que falla cada tanto. Cuando terminó su discurso la gente se acercó a él para abrazarlo o sacarse fotos. Yo estaba cerca de él, así que podía ver cómo una señora lo tocaba por la espalda y luego se untaba las manos en la cabeza soltando una especie de oración ahogada en murmullos. Luego de que acabó el evento, le pregunté por qué hacía eso. Ella me respondió: “Es que es un hombre santo”.

Así, religión y política se entremezclan en la figura de Andrés Manuel López Obrador. No por nada, cuando decidió no pedir seguridad personal y anunciar que desaparecería el Estado Mayor Presidencial, sus seguidores decidieron montar un altar de veladoras en la Casa de transición. Las mujeres, principalmente, que se hincaban para encender las veladoras en un gesto entre sagrado y de resignación, me recordaron a las de los dolientes en la semana santa.

Vecinos al ataque

Mientras la lluvia seguía cayendo como una especie de brizna marina se acercó un hombre a la valla que los policías de la Ciudad de México habían montado cerrando la calle de Chihuahua, impidiendo el paso a la casa de transición, la Meca de las peticiones y los dolientes del México posguerra del narco.

—¿Quién puso estás vallas? —preguntó el tipo con un acento del noroeste.

—Nosotros —contestó uno de los policías que dejaba entrar o salir a la gente. A lo lejos se veía la entrada de la casa. El hombre que preguntaba traía un sobre cubierto con una bolsa de plástico.

—¿Y quién decide quién pasa y quién no?

—Mi jefe —dijo el policía muy serio mirando a un hombre de mayor rango recargado en la pared.

—Y a él, ¿quién le ordena?

—Alguien superior. Esto es una cadena de mando, señor. —Responde el policía un poco harto por la lluvia, por las preguntas, por el tiempo, por estar ahí. Antes de que el hombre continué con sus cuestionamientos, dan la orden de quitar las vallas y la gente que estaba esperando se cuela hasta la reja donde le reciben sus peticiones.

—Toda la mañana estuvo patinando la dueña de la casa, la señora que ya nos odia por pisarle sus plantas. —Me dice uno los reporteros con los cuales platico. La casa a la cual hace referencia es la que está justo enfrente de la de López Obrador. La edificación es una belleza arquitectónica del siglo XIX, que habita una mujer que harta de tener reporteros todos los días, ha puesto infinidad de letreros advirtiendo que es propiedad privada.

—Es que la verdad sí, ya le pisamos todas sus plantas. Pero es que luego no hay de otra que subirse a los árboles o te recargas de cansancio en donde están sus flores. Esto es un desmadre, y como nunca sabes a qué horas hará conferencia de prensa estás acá todo el día —me dice un poco harto el camarógrafo de un pequeño canal.

—El baño, —me dice un reportero gráfico— ese es el problema. Antes nos dejaban pasar los de los restaurantes. Ahora ya no. Somos muchos, todos los que vienen a dejar sus peticiones y nosotros. Hay que buscarle en Álvaro Obregón un lugar para orinar, porque la neta luego los de las fondas los dejábamos bien sucios.

Otro problema es el estacionamiento y los cierres constantes de la calle. El epicentro inicia en Insurgentes y acaba en Monterrey. ¡Estoy hasta la madre! Me dice uno de los que trabaja en una agencia de publicidad a unos pasos de la zona cero. Cuando quiero preguntarle algo más se va apretando el paso.

La dueña de la casa que más se ha enfrentado a los periodistas, el día que llegó el embajador de Japón, y aprovechando que la calle estaba cerrada, se puso a patinar ante la mirada curiosa de los periodistas.

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Fotografía de Cynthia Benítez

Pedro Infante no murió

Así como el presidente electo crea un mito casi religioso entre sus más cercanos seguidores, algo similar sucede con la figura de Pedro Infante. José del Refugio Leyva, un imitador del ídolo de huamúchil, fue hasta la casa de transición con la idea de que por decisión presidencial, se desvelara lo que él cree es una de los mayores complots en el siglo XX mexicano, la falsa muerte de Pedro Infante. No murió en el 57, sino muchos años después, cuando él tenía ya 95. Según su dicho, lo mandó matar el expresidente Miguel Alemán Valdés, pero los policías, que eran fanáticos del cantante le perdonaron la vida bajo la advertencia de que desapareciera. Del Refugio Leyva le pidió, ayudado por altavoces y hartas canciones, a López Obrador que simplemente diera a conocer la historia y exhumara su cuerpo para “meterlo en la tumba vacía” que ahora lleva su nombre.

Un hombre de Sinaloa (“si sabe dónde queda Sinaloa, ¿verdad? Es un estado del norte, por eso hablo así”, medice el tipo cuando le pregunto su origen), se acercó a la casa de transición buscando saludar a “nuestro líder”. El sujeto, muy seguro de sí, le decía al guardia de seguridad que avisara que venía él. “Se va a acordar de mí, estuvimos en el congreso de MORENA en Culiacán. Hasta nos saludamos”. Decía el hombre alzando la voz como si se hubiera tragado un micrófono.

Pero no todas las historias son así de peculiares. La mayoría son tragedias producidas por la pobreza, por la marginación. La mayoría pide trabajo, regularizar un terreno que fue expropiado o robado en colusión con las autoridades. Al principio pensé que sería difícil conocer sus peticiones, pronto me di cuenta que sería todo lo contrario. La gente quiere hablar. Una señora aseguraba que estaban dándole agua en lugar de vacunas en todos los hospitales públicos del país. “¡Es una emergencia nacional!”, gritaba a cualquier trajeado que aparecía tras la reja de la casa. Un hombre buscaba trabajo para mantener a su familia, una más me contó la tortuosa forma en que su hija, maestra en el Estado de México, había sido descubierta por sus jefes, haciendo campaña por Obrador. Con una llamada suya le regresarán su trabajo. Con sólo una llamada. Me dice, como si en lugar de ver a AMLO quisiera hablar con San Judas Tadeo.

La toma final

La forma en que acaba el día en la casa de transición siempre es la misma: cuando López Obrador aborda su Jetta blanco y sale de ahí. Es en ese momento en que todos los que están adormilados, se despiertan y se arremolinan alrededor del automóvil. Un tumulto de gente, cual zombis en película postapocalíptica, se pegan al automóvil y comienzan a hacer peticiones o querer saludar de mano a Obrador, al mismo tiempo que los periodistas intentan sacar una última declaración o una imagen final del hombre del momento. Lo más absurdo que vi fue a un hombre dejándose caer de espaldas al cofre del auto para sacarse una selfie, arriesgando la vida.

Cuando el Jetta blanco por fin logra tomar Monterrey la vida se acaba. Los reporteros guardan sus cámaras, la gente busca el Metrobús o camina rumbo al Metro Insurgentes y la tranquila calle vuelve al silencio.

 

Texto de Iván Farías

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