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Fui a una fiesta clandestina en plena pandemia

Por: Karen Tovar 30 Sep 2020
No todos respetaron el confinamiento y yo quise averiguar cómo se hicieron las fiestas en ese contexto. Aquí mi reporte.
Fui a una fiesta clandestina en plena pandemia

Pasaban de las 10 de la noche cuando salí de casa. Un top neón, una riñonera gris y unos tenis amarillos con plataforma serían mis acompañantes para explorar esta noche. Sin importar que el destino no lo tenía muy claro. Sólo sabía que iría a una fiesta clandestina en medio de la pandemia.

 

Llegué en un taxi a la dirección que me habían indicado. La calle estaba vacía. Busqué con detenidamente el número que me habían dado. Vi a un señor se acercó a mí corriendo. Confieso que el conductor del taxi y yo nos paniqueamos.

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–¿Viene al evento? Es allá atrás, donde está mi compañero– me dijo.

Me bajé del auto algo temerosa. Pero no había mejor manera de averiguar de qué se trataba el evento, que entrando a ver. Un guardia vestido de negro, provisto de un cubrebocas que hacía juego con su indumentaria, resguardaba la entrada de una bodega ubicada en una parte de la ciudad que me pidieron no revelar.

 

Una bodega muy “normal”

Cuando di un paso al interior, detrás de mí sólo había un silencio que se comía a la ciudad entera. Tan inmenso como la oscuridad de un sábado en mitad del confinamiento. Sí, ahora que pasó tiempo ya lo puedo contar.

 

Un caminito de velas en el suelo y el sonido de la música me guiaron hacia el primer filtro. Ahí me rociaron con sanitizante por delante y por detrás, para prevenirlos del coronavirus.  Había humo de cigarro y polvo, que adornaban  la pista de aquel primer nivel. Las luces neón cobijaban a los bailarines y el DJ los incitaba a menearse cada vez más sexy.

Tenia que calmar mis nervios de alguna forma o ahogarlos aunque fuera, así que me dirigí a la barra donde me sirvieron un coctel de mezcal y moras con menta. Sentía que me iba a contagiar por venir a escribir esta crónica.

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Para atreverme a quitarme el cubrebocas, saludé a la única persona que conocía en el lugar y continué mi camino hasta una esquina de la pista.

 

De la música no era fan. Sin embargo, mi cuerpo se comenzó a soltar. La electrónica hacía retumbaran las paredes de la bodega en la que sí, no había mucha gente pero tarde o temprano a los invitados a esta fiesta clandestina en plena pandemia se les olvidarían las medidas de sanidad.

 

Un chico proyectaba visuales sobre el DJ y unas chavas al parecer habían dejado caer una tacha al piso en medio de la pista y la buscaban.

 

Una invitada, de vestido rojo, insistía en querer bailar conmigo. Para entonces, dejó de importarle la sana distancia y vino pararse junto a mí. Me dijo con mucha seriedad que todo se le estaba soltando, incluso la lengua. Me animó a que preguntara lo que yo quisiera.

 

Yo perreé sola

Seguía sin entender mucho de lo que pasaba. La música no paraba y las luces no dejaban de brillar. Cuando caí en cuanta, la pista se había llenado. Adiós sana distancia. Yo solo pensaba en que me debí de haber chingado un porrito antes de llegar a la fiesta.

 

Me cansé de bailar sola. Decidí observar la reunión desde otro ángulo, sentada casi a espaldas del DJ. Lo contemplé mientras obligaba a los habitantes de la pista a que restregaran sus cuerpos como si la pandemia fuera un cuento chino. Ajá. Literal.

 

Una chica se sentó a fumar a un lado y comenzó a hablarme en inglés. Me dijo que ella tampoco conocía a nadie en ese bodegón. Desinhibida por el mezcal, no me incomodó practicar mi inglés. Las vibraciones de la música nos obligaron a jugar al teléfono descompuesto. No estoy segura de si me dijo lo que creo que me dijo, pero acabó ofrecerme drogas gratis. Tal como mi mamá me dijo que un día pasaría.

 

Mientras hablábamos, no podía dejar de pensar en las gotitas de saliva que viajaban en todas direcciones. Parecía que a nadie más le importaba. Se sentía como si en aquella fiesta existiera un pedacito de la vieja normalidad, en la que verías el rostro de las personas sin cubrebocas.

 

Llegó un momento en que llegó más y más gente. La paranoia comenzó a taladrarme la cabeza. Los efectos del alcohol comenzaban a desvanecerse. No tuve de otra que despedirme de mi nueva amiga y salir corriendo de esta fiesta clandestina hacia mi casa.

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