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El gol del siglo: Ya es domingo

Por: Armando Noriega 14 May 2024
Dentro del estadio, la rutina es similar: cánticos que perforan las gargantas, humos que se elevan en honor, abrazos que son la comunión de almas por estos colores.
El gol del siglo: Ya es domingo

Me preguntaron, en tono de desdén o curiosidad, sobre mi constante impuntualidad, como si fuera un pecado capital. Mi respuesta, sin rodeos, fue simple: un encogimiento de hombros.

Reflexioné sobre mi incapacidad para cumplir con los horarios, un destello de luz rompe la oscuridad de mi cronograma desordenado. Los domingos, esos santuarios de ocio y descanso, emergen como un oasis en mi mar de tardanzas. Mientras el despertador intenta imponer su dictadura temporal, yo, desafiante, lo silencio con un gesto de victoria, y un cigarro ya casi por morir entre los dedos, veo el celular con orgullo porque esta vez fui yo quien lo despertó.

Sí, los domingos son sagrados. Pero mi peregrinación no es hacia ningún altar de madera. Mi templo es el Estadio, el campo de batalla donde la pasión por el fútbol se convierte en un ritual, y la camaradería de los aficionados se entrelaza con los cánticos de los hinchas. Allí, en medio del bullicio y la emoción, encuentro mi redención semanal, mi perdón por los pecados de la impuntualidad.

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El viaje hacia la cancha se extiende en una odisea de dos horas que me sumerge en un torbellino de anticipación y euforia. Pero no me quejo, porque en cada minuto de ese trayecto encuentro la alegría que alimenta mi pasión desbordante por mi club.

Llego al estacionamiento, el reloj apenas marca las 10 de la mañana pero el ambiente ya está saturado de un cóctel embriagador de emociones y aromas. Aquí, entre los bólidos aparcados y las sombras que aún se resisten a ceder ante el sol, se respira el perfume penetrante de la cerveza, el dulzor ahumado de la marihuana, el picante de la pólvora y el anhelo palpable del triunfo inminente.

La música se convierte en el latido frenético de un corazón colectivo que late al ritmo de la cumbia, el punk, la salsa y el ska. Es un sinfonía ecléctica, un carnaval sonoro que embriaga los sentidos y enciende la chispa de la hermandad entre los hinchas, cada uno con su propia melodía interior pero unidos por el mismo himno de la pasión, por los mismos colores: una orquesta caótica dirigida por el maestro del desorden.

En medio de la locura, alguien, en un acto de rebelión, enciende una bengala.

En las avenidas más cercanas, los camiones comienzan a llegar, cargados hasta el tope con los muchachos, envueltos en las banderas y agitando trapos como estandartes de batalla. Uno tras otro, desfilan hacia el estadio.

A lo lejos, el rugido de los más impacientes ya resuena en el aire, como el trueno que precede a la tormenta. Dentro del estadio, el eco de sus voces reverbera entre las paredes de concreto, anunciando la llegada inminente de los jugadores al campo de juego. Quizás el equipo ya está calentando, preparándose para lo que viene, ajeno al vendaval de emoción que se desata en las afueras.

Dentro del estadio, la rutina es similar: cánticos que perforan las gargantas, humos que se elevan en honor, abrazos que son la comunión de almas por estos colores. La cerveza, omnipresente, flujo incesante que lubrica las gargantas sedientas y embriaga los sentidos, una cascada dorada que parece no tener fin.

El calor se abalanza sobre nosotros al igual que un depredador hambriento. Pero no lo sentimos, no en medio de la vorágine de emociones que nos consume. Nos entregamos al frenesí, gritando hasta que nuestras voces se desgarran, saltando hasta que nuestros pies se convierten en alas, bailando en las gradas como si cada movimiento fuera una danza de libertad.

Es un espectáculo deslumbrante, un momento efímero pero eterno en su intensidad. Es la vida misma, condensada en mucho más de 90 minutos.

Salimos del estadio con el hambre de querer más, pero sabemos que tendremos que esperar. Porque este éxtasis, es lo que nos mantiene vivos durante los otros seis días de la semana. Es el fútbol, no sólo un deporte, sino una religión que nos consume y nos redime, una droga que nos embriaga y nos libera.

Por cierto, el partido terminó cero a cero.

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