Solía burlarse de mí, de mi vida amorosa, de mis problemas existenciales y de mi supuesto intelectualismo. En ocasiones me daban ganas de golpearlo por reírse tan fuerte de mí.
Por Adyerín Rueda
Fuimos por un café a una librería. Apreciaba mucho su conversación. Por eso, una invitación como aquella no la podía rechazar. Los dos solos. Para poder platicar como cuando éramos estudiantes.
La librería en realidad era una tienda que vendía un poco de todo, estaba llena de objetos extraños y frases pintadas en la pared.
Él no lo sabía, pero a mí me encantaban esos lugares extraños en los que encuentras inspiración y se despierta tu curiosidad. Teníamos varios años de amistad, él me decía que era una mujer muy guapa y que mi tamaño le causaba ternura; ese hombre medía casi dos metros y yo apenas rebasaba el metro y medio.
Siempre solía burlarse de mí, de mi vida amorosa, de mis problemas existenciales y de mi supuesto intelectualismo. En ocasiones me daban ganas de golpearlo por reírse tan fuerte de mí.
Cuando llegó el café a la mesa, él me acarició la mano. Yo lo tomé como un gesto de solidaridad ante mi reciente desencanto sentimental. Me pidió que le contara sobre mis planes, mis sueños y mi pasado: “Quiero que me lo digas todo. En primer lugar, quiero saber qué te gustaría hacer en un año. Justo en el hoy del próximo año cómo te ves; después, quiero que bebas tu de café y me cuentes tu más grande sueño y tu más inconfesable secreto, para que finalmente me digas tu más entrañable recuerdo, y cuando termines, quiero que cierres los ojos”.
¿Por qué debo cerrarlos?, le pregunté. “Porque te voy a besar como nadie lo ha hecho”.