Venganza dulce, sexy venganza
Elegí los zapatos de tela con estampado de flores moradas para dirigir la atención hacia mis pies. Los combine con un escote bravucón , mezcla infalible para despistar. “El poder únicamente se le da a quien se atreve a inclinarse y cogerlo”, ¡ah!, buen Dostoievski, tu sabiduría llegó hasta mí 155 años después de escribirla, aunque lo mío de aquel día fue castigo sin crimen.
Estaba harta de mi novio en turno: celoso, posesivo, conflictivo, embustero, manipulador. Necesitaba darle una sanción ejemplar en nombre mío y de todas las mujeres afectadas por su engañosa sonrisa amable y su generosidad taimada.
Llegó diez minutos tarde. En cuan- to me vio metió las manos a cada lado del cuello y las puso sobre mis tetas; mis pezones respondieron, educados, el saludo. “¿Y si mejor nos quedamos?”, preguntó mientras intentaba magullarme con cada vez más fruición. Di un paso hacia atrás. “No, es la fiesta de mi prima, quiero ir”, contesté con el tono preciso para evitar la contrarréplica.
Yo gozaba de saber que mi venganza estaba a unas horas de ser consumada. No fue sencillo, tuve que esperarme para perpetrarla en el momento preciso, ya sin emociones blandengues de por me- dio. Bien lo escribió Sun Tzu en El arte de la guerra: “el que comanda no logrará la victoria si toma decisiones cuando está enfurecido”, y mi etapa de rabia ya había dejado el sitio dispuesto a mi etapa de fuerza, determinación e indiferencia. Bien se sabe que el mejor momento para dejar a un hombre es cuando ya no lo amas.
Nos encontramos a J, mi cómplice de expiación, a la entrada del jardín de eventos. Me saludó con regocijo exagerado. Por un momento temí que su sobreactuación arruinaría el performance. Todo lo contra- rio, puso el primer elemento de tensión en el ambiente. “Te presento a J, mi primo favorito”. Apretón de manos. El espacio entre la mirada de ambos era como un bloque de concreto suspendido con tensores frágiles.
“Nunca me habías hablado de tu primo J.” “Lo que pasa es que no es mi primo, primo, sino el mejor amigo de mi primo, y entonces lo adopté como de la familia.” “Pues tu primo no primo no te saludó como a una prima.” ¿Qué no sabes que a la prima se le arrima? Eso último lo pensé, no lo dije. Aún no llegaba el momento.
Ordenamos las bebidas, sirvieron la comida, conversamos la sobremesa. Empezó la música. “Voy al baño, no me tardo”, anuncié. ¡Luces, cámara, acción!
No sé si lo que pasó a continuación sucedió realmente así o si mi mente ajustó el recuerdo a mi conveniencia. Me fui deliberadamente hacia una dirección opuesta a la posición de los baños. Él se dio cuenta, cuidar que no le mintiera era su deporte predilecto, así que se levantó de inmediato y me siguió a distancia prudente. En cuanto di la vuelta a una pared, la del estacionamiento, J ya me esperaba en posición. Me embarré a él todo lo posible, como queriendo fusionar mi ropa con la suya, convertir nuestras dentaduras en una sola, que se confundieran de quién eran las manos.
Unos segundos después apareció mi víctima victimada. Se quedó parado muy cerca de nosotros, al alcance de mi vista. Abrí los ojos. Le enterré las pupilas al mismo tiempo que J me encajaba la erección entre las piernas, sonreí con descaro, claro, según me lo permitió la boca de mi aman- te. “Mónica, ¿qué está pasando?”. Volví a cerrar los ojos, gocé de aquel fragmento de la humanidad de J que me penetraba. Yo escurría con crueldad y lujuria sobre mis zapatos de tela con flores.
La mirada incrédula y triste de mi ahora exnovio se transformó en furia cuando vol- ví a abrir los párpados y pronuncié las palabras que le robé a Stendhal de Rojo y negro: “Sembráis cicuta y pretendéis ver madurar espigas.”
Adiós, cretino.
