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Por una vida sexy: Anillo de compromiso

Por: Mónica Soto Icaza 25 Mar 2024
El Gurú me llamó con la mirada. Abrí los ojos. Metía su dedo medio en mi coño anegado, se saboreaba mis gestos, el bamboleo de mis tetas, la manera en que me ha- cía subir el vientre, con tempo, ritmo y armonía.
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Puse la mano abierta en la cabeza de mi amante de los martes en la mañana, un hombre en sus treinta y tantos, pelo negro, selvático, y el diamante con montura de oro amarillo en mi anular diestro destelló como un guiño de seducción, de esos que se presentan intempestivamente desde el otro lado de un bar cualquiera y resulta inútil oponer resistencia.

Después de poco más de tres años de llevar el anillo de compromiso, pero sin plazo para la consumación de tal compromiso (salvo los seis meses que perdí la joya sin haberla perdido de verdad, nada más la guardé tan bien que no recordaba dónde), al fin teníamos fecha para tan ansiado acontecimiento y el aro en mi dedo volvía a su significado original: el deseo de estar juntos hasta el final de la vida, en las buenas o las malas, para bien o para mal, en la salud y en la enferme- dad, en la frigidez y la lascivia, en la castidad y la putería. En la oscuridad y la luz.

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Eso no quería decir que vestiría un cinturón de castidad, al contrario; una de las condiciones mutuas para la boda fue que continuáramos con nuestras aventuras por separado y juntos, lo que yo honraba en el instante en el que el diamante se incorporó a mi juego al mismo tiempo que se incorporaba a los rulos negros de alguien a quien nombraremos “El Gurú”, para darle algo de personalidad y no caer en la tentación de convertirlo en objeto sexual, mientras el susodicho tenía una conversación muy calurosa y efusiva con mi vulva y la hacía pasar del estado sólido al líquido con una destreza de antología de autores clásicos publicada por editorial milenaria.

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Cerré los ojos. Apareció ante mí el hombre que compró la piedra cómplice de mis lujurias, junto a otros cuatro señores; todos acababan de estar adentro de mí, cada uno en su turno correspondiente, con su propia cadencia y posiciones favoritas, claro. Las palmas de mis manos seguían recargadas en la cama con sábanas anaranjadas, mis uñas con esmalte rojo; atravesaba sobre mis dedos el rastro de un chisguete de semen, justo sobre la gema transparente.

El Gurú me llamó con la mirada. Abrí los ojos. Metía su dedo medio en mi coño anegado, se saboreaba mis gestos, el bamboleo de mis tetas, la manera en que me ha- cía subir el vientre, con tempo, ritmo y armonía.

Cerré los ojos. Un glande mulato en mi puño casi cerrado, las dimensiones no me permitían tocarme los dedos al otro lado. La sortija en movimiento vertical atraía a mis ojos tanto que no noté los ojazos negros del que me con- templaba desde su 1.96 de estatura sino hasta que mi cérvix se hizo huracán en medio del bosque.

El chapoteo que sucedía en el tiempo presente me obligó a abrir de nuevo los ojos. El Gurú ya me había separado las rodillas ciento veinte grados y bogaba lento ahí donde meses antes bogó el mulato de nacionalidad y temperamento tropicales.

Volví al ahí y al entonces para gozar de mi Gurú de ojos morenos, de las imágenes en acción de mi anillo de compromiso en su ombligo, en su cuello, en sus labios, en su nuca, en su espalda, en sus muslos, en sus nalgas, en su cadera, en su cintura, en su vientre, en sus hombros, en sus mejillas, en sus orejas, en su esternón, en su falo mientras lo metía y lo sacaba del núcleo de mi cuerpo.

Vaya manera de despedirse de la soltería.

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