Chicas Playboy se lee Calendario 2024

Extasionamiento: sexo fifí, sexo pipí

Escrito por:Arturo Flores

Desconfío de que quien se cubre después de coger, le dije. Luego de haber permitido que un ser humano te vea, acaricie, huela y saboree, resulta absurdo que pretendas echar un velo sobre tu cuerpo. Ni sábanas, ni camisetas, por amor de Dios.

            Platicábamos mientras yo estaba recargado en el marco de la puerta del baño. Ella se había sentado a orinar, con las piernas ligeramente abiertas y los codos apoyados en las rodillas. Parecía una faraona dictando sentencias de muerte en su silla de porcelana.

            Me acordé de La historia del ojo, cuando Simona derrama su elíxir dorado encima de su joven amante.

“Es así que justo después de que ella me pidió que no me masturbase solo (nos habíamos encontrado en lo alto de un acantilado), me bajó el pantalón me hizo extenderme por tierra; luego ella se alzó el vestido, se sentó sobre mi vientre dándome la espalda y empezó a orinar mientras yo le metía un dedo por el culo, que mi semen joven había vuelto untuoso”, escribió Bataille.

Hace tiempo le pregunté a un músico de rock bastante popular entre las mujeres qué es lo que más le gustaba que una chica llevara puesto para seducirlo.

Su respuesta me pareció la más acertada:

–Su propio cuerpo. Cuando una mujer está segura de sí misma y se siente hermosa, nada puede ser más sensual.

Como ella. Me gustaba mirarla cuando orinaba. Imaginar ese filamento de oro que se desprendía de su cuerpo para acumularse profusamente en el retrete. Escuchar el sonido del chorro mientras se hundía igual que un cuchillo de agua sobre la superficie de un lago.

Ese tintineo que se parecía al batir de las alas de un hada.

Después de limpiarse, se levantaba y se paseaba por la habitación del hotel igual que una nínfula en el bosque, enviada para conducir de la mano a este sátiro directo al infierno. Corría las cortinas para que entrara el sol. Llevaba puesta su piel, que desde hacía meses se había convertido en mi segundo hogar, sus múltiples lunares, el piquete de un mosco, un hematoma porque –igual que yo– era buenísima para golpearse la espinilla contra la base de la cama, y hasta la huella de un hilo de semen reseco que escurría desde su vulva por la parte interior del muslo.

 

¿El sexo es sucio?

¡Sólo si se hace bien!

Woody Allen

 

La primera vez que le pedí que dejara mirarla mientras hacía pipí, me dijo que estaba loco. Pero accedió. Me puse enfrente, desnudos los dos, a escasos segundos de haber conseguido llegar juntos a un explosivo orgasmo, y le clavé los ojos en los suyos. Permití después que mi mirada resbalara como lo haría el lubricante térmico de frambuesa que sólo por diversión a veces nos gustaba untarnos en los genitales. Mis ojos se desbarrancaron hasta los senos, dándole varias vuelta a la circunferencia de sus pezones, luego descendí por el vientre para buscar refugio en el ombligo y mis avistamientos de pirata en lo alto del mástil no alcanzaron a llegar más abajo, pero entonces entró en juego el oído.

Comenzó a orinar.

–No me salía contigo ahí parado, me deba pena. Pero ya…

Fue como la ruptura de un himen mental.

Mi excitación se hizo más que evidente a medida que ella iba vaciando la vejiga. Cuando las últimas gotas cayeron, le extendí la mano para ayudarla a levantarse. Se iba a limpiar, pero le pedí que dejara en paz el papel higiénico.

La conduje a la cama, le pedí que se acostara y un segundo antes de meter la cabeza en medio de sus piernas y apagar mi sed con todo aquella revoltura que en ese momento fermentaba como vino dentro de su cuerpo, me acordé de una escena de El imperio de los sentidos.

Aquella en la que Sada Abe le pide a Kichizo Ishida que orine dentro de ella en vez de ir al baño, con tal de que no deje de penetrarla.

Después di un sorbo, un lengüetazo y luego, como el sabio indio Vālmīki escribió en El Ramayana, otros mil más. Aquel sabor se me volvió vicio.

Porque entre el sexo fifí al sexo pipí, prefiero el segundo.

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