Ovation of the Seas: tres días en un crucero de lujo

Hay cosas que uno nunca quisiera escuchar a bordo de un crucero. Ni siquiera uno de lujo. Seis pitidos cortos seguidos de uno largo. Se trata de la señal de peligro en un barco. Resuena a todo lo largo y ancho del Ovation of the Seas mientras desempaco las maletas. La seguridad es crucial. Por eso es necesario que los pasajeros conozcamos la alarma que el Capitán activaría en caso de ser necesario. Spoiler alert: al final de los cuatro días que habitamos este palacio flotante, nunca volvimos a escucharla.
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Camino a la cubierta, donde tendrá lugar la fiesta antes de zarpar, tarareo la canción en la que Gustavo canta con Bajofondo: “Con los ojos no te veo / Sé que se me viene el mareo / Y es entonces cuando quiero salir a caminar”.
Lidio con una explosión de emociones. Me pasa siempre que hago algo por primera vez. Y yo nunca antes había subido a un crucero como este. Pero una copa de tinto ayuda a relajarse. Eso y la música. Las risas. La gente que deambula por los 17 pisos de este coloso flotante. Para cuando vuelvo a pensar en ello, ya zarpamos. Poco a poco la Bahía de San Pedro se va perdiendo en la popa. Tierra firme es un recuerdo que, al mismo tiempo que avanza la tarde y el sol se esconde, se va transformando en esa línea en la que se juntan el cielo y el mar.

Ovation of the Seas
17 restaurantes para elegir
Hay mucho qué hacer aquí. Ovation of the Seas nos extiende un menú de 17 restaurantes de especialidad. Desde los que sirven un opíparo bufet para el desayuno, hasta los que se orientan mucho más al fine dining. Al grupo de periodistas con el que vengo nos toca conocer Jamie’s Italian. Su nombre lo dice: aquí se sirven platillos inspirados en la Toscana. La música suave acompaña cada bocado. Compartimos una tabla de quesos, una pasta y un trozo de carne salpicado de especias.
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Pensar en el Titanic a bordo de un barco raya en el lugar común. Pero resulta inevitable sentirme Jack, el bandolero interpretado por Leonardo DiCaprio, cuando lo visten de smoking y lo invitan a sentarse a la mesa con los pasajeros de primera clase. Igual que él lo dice en la película, a mí también me gusta despertarme por la mañana sin saber qué va a pasar. Anoche no estaba durmiendo bajo un puente, pero sí trabajaba a todo vapor (una expresión alusiva a los barcos antiguos, aunque los de hoy se mueven con diésel) para cerrar la reciente edición de Playboy, y ahora me encuentro partiendo de Los Ángeles a Ensenada a bordo de un crucero.
Un concierto de Journey y el mirador más alto del mar
Abro los ojos arrullado por el movimiento sutil. Anoche asistí a un homenaje a Journey en el Music Hall. El crucero cuenta con su propia sala de conciertos. El grupo interpretó con soltura una docena de hits de los británicos. Cuando llegó el turno de cerrar con Don’t Stop Believin’, me viene inevitablemente a la cabeza el enigmático episodio de Los Soprano, cuando Tony espera por su familia en el merendero y activa la misma canción en la rocola. Mientras la escuchaba, iba apocando una Guinness.
“Some are born to sing the blues”. La mayoría aquí pintamos canas. Echamos barriga. Perdimos el cabello. Pero nunca los deseos de saltar a la pista y bailar como cuando éramos jóvenes. No me extraña que la mayoría de los asistentes a este crucero pertenezcamos a la Generación X o a los boomers. Cuando el mundo allá afuera comienza a girar demasiado rápido, hace falta encerrarnos en una esfera y dejarnos mecer por el océano mientras escuchamos buen rock.
Estaba inquieto. Lo reconozco: le temo a las alturas. Pero ser periodista de viajes me ha obligado a enfrentar decenas de veces a mis demonios. Lo hice cuando volé en avión ultraligero y también cuando subí al teleférico del Pan de Azúcar en Río de Janeiro.
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Entre el menú de actividades que despliega Ovation of the Seas a sus visitantes, sobresale North Star. La esfera de cristal se ostenta como el punto de observación más alto que hay en el barco. Sube a casi 100 metros sobre el nivel del mar para brindar a los curiosos una panorámica impresionante. La sola idea de convertirme una vez más en Ícaro me llena de ansiedad. Pero ahí voy, una vez más.
Llega un momento en que el barco se ve tan pequeño que apenas parece un diamante que devuelve el reflejo del sol. Una joya diminuta en medio de un extenso paño azul. La angustia de la acrofobia se ve desplazada por la curiosidad. Platico con el operador de la North Star, que muy amable se presta para hacernos fotografías que inmortalizan el momento.
—Hay veces que subo hasta 17 veces por día —me dice.
Y pensar que las últimas dos semanas, desde que invitaron a vivir la experiencia, no hacía sino pensar en esta suspensión parecida a las abducciones extraterrestres de las películas.
El simulador de vuelo y el peor volador
Cosas qué hacer a bordo sobran. Ovation of the Seas, y prácticamente toda la flota de naves de Royal Caribbean, son, a la vez, centros comerciales, cines, spas, clubes deportivos, parques de diversiones y focos de gastronomía.
Hay dos piscinas, además de algunos jacuzzis. Un centro de entrenamiento. Una pista de patinaje que a la vez funciona para jugar a los carritos chocones. Una sala de videojuegos. Un salón saturado de máquinas tragamonedas y mesas de Blackjack bautizado en honor a la película emblema de James Bond: Casino Royale. Un cabaret y un pub irlandés. Hasta un restaurante temático inspirado en el universo de Lewis Carroll y Alicia en el País de las Maravillas.
En lo personal, me llaman la atención los simuladores de surf y de vuelo. Sobre todo el segundo, donde puedes calzarte un traje especial y sentirte un astronauta en entrenamiento. Te introduces en un cilindro transparente en el que hay una turbina de avión en el suelo. Ahí te puedes reír de Newton y sentir que la ley de la gravedad no aplica para ti. Honestamente, fui el menos hábil de mi grupo para volar.
La parada en Ensenada y de regreso a Los Ángeles
Mi segundo amanecer fue con el barco atracado en Ensenada. Descendimos en Baja California. En mi caso, utilicé mis ocho horas para ir a conocer la meca personal de la cerveza: la fábrica de Wendlandt.
Desde aquí se alcanza a ver el Ovation of the Seas. Parece una ballena metálica que duerme. El océano se ve distinto desde tierra. Brindo por ese universo de agua del que se dice surgió la vida.
Por la tarde, subo de nueva cuenta al barco. Me cambio de ropa y me dirijo al restaurante donde cenaré junto a mi grupo. Es la última noche de tres en la que, a través de la terraza de mi camarote, se cuela la brisa salada. Dejo la cortina abierta con la esperanza de escuchar el canto de las sirenas. Pero, a falta de ello, repito el concierto homenaje a Journey. Otra vez una Guinness, que se va consumiendo mientras una pareja —creo que septuagenaria— se abraza en la pista de baile del Music Hall, mientras el cantante se esfuerza en igualar el tono de Steve Perry para decir: “Love will survive somehow, somewhere…”.
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Vaya cantidad de cosas que te mete en la cabeza la cultura pop. Recuerdo la canción de Caló (“Un día en una rifa / me saqué un viaje en crucero / y dije: oh, my God / esto es pa’ gente de dinero”). También la serie El crucero del amor y, desde luego, la escena cachonda de Titanic en la que Rose le pide a Jack que la pinte como a sus chicas francesas.
Al amanecer, cuando pongo el pie en tierra, pienso que hay una cosa de toda esta experiencia que no extrañaré: seis pitidos cortos y uno largo.