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Visité un grupo de adictos al sexo

Por: Javier González 19 May 2022
Un viejo escritorio al frente, varias sillas acomodadas en semicírculo y una ventana que daba a la calle y desde donde se veía la lluvia que a las seis de aquel miércoles comenzaba a caer.
Visité un grupo de adictos al sexo

Pregunté, con un tímido hilo de voz:

–Disculpe, (uno tiende a ofrecer disculpas antes de cometer la ofensa) ¿aquí es el grupo de ayuda adictos al sexo?

El tipo dejó de barrer la baqueta. Con ambas manos se apoyó en la escoba y me dijo:

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–No, aquí nos reunimos los alcohólicos.

El extraño me condujo al tercer piso de una casona de una céntrica colonia de la CDMX. Hacía tiempo que tenía la inquietud de visitarlos. Porque desde que me enteré de que existía un grupo de apoyo a los adictos al sexo, supe que alguien que se ganaba la vida escribiendo relatos eróticos tenía que estar ahí.

Pero también porque, meses atrás, el desliz que sostuve con una mujer estuvo a punto de colapsar mi existencia: fui sorprendido en fragancia en una de nuestras tóxicas escaramuzas.

Pensé que el apetito que sentía por aquella piel no tendría cura hasta que encontré aquella dirección.

Así que resolví que en aquel grupo de ayuda descubriría las respuestas a las preguntas que mi cabeza revoloteaban como moscas. Me puse la chamarra, descolgué del perchero la sombrilla y me aventuré a la calle. En el anuncio en Internet se publicitaba como una junta para adictos al sexo y ahí me dirigiría

Esa primera vez sólo acudí a pedir informes. El vigilante que barría me entregó un volante en el que se ofrecían detalles acerca de los días y horarios en los que tendrían lugar las sesiones. Atrás venía impreso un cuestionario de diez preguntas que servía para determinar si el lector era un adicto al sexo. Lo respondí un domingo sentado en la mesa del comedor. Mi corazón golpeaba como el bombo de un baterista de deathmetal cuando taché con una equis los reactivos, la mayoría de ellos en la casilla de “sí”.

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La interrogante que más profundo caló fue: “¿has dejado de realizar tu vida cotidiana, mentido, manipulado, hecho hasta lo imposible por mantener relaciones sexuales en momentos en los que debías hacer otra cosa, como trabajar o estudiar?”.

Ni siquiera fui capaz de contestar. Dejé el cuestionario de lado y me fui a servir un mezcal para adormecer la conciencia, un trago que me permitiera seguir con mi vida por mucho que aquella frase hiciera eco dentro de mí. Recordé aquella ocasión, las muchas ocasiones, que me bajé los pantalones cuando debí tenerlos bien puestos. Cada día que mentí, manipulé, tergiversé y me escapé de mis obligaciones para ir a explorar el jardín secreto donde vivía aquella ninfa citadina.

Hasta que rompimos y yo busqué ayuda, en un esfuerzo por enderezar el camino y no volver a repetir el error.

Una tarde de miércoles caminé desde mi casa hasta aquel templo de la depravación que imaginé sería el centro de reunión para adictos al sexo. Pensé que mis compañeros de asiento serían Georges Bataille, Lydia Lunch, Virginie Despentes, Linda Lovelace, Ron JeremyNacho Vidal y el enano de “Game of Thrones” Tyrion Lannister. Supuse que Satanás en persona nos colgaría una medalla de acuerdo con la variedad de perversiones que le presentáramos y abjuraríamos de la virginidad, la monogamia, la contención y el celibato. Tal vez tendría lugar un cine-debate de Emmanuelle, participaríamos en un concurso de latigazos y tendríamos que aguardar nuestro turno para someter la resistencia de nuestros esfínteres a una sesión de esferas chinas.

La segunda vez sí asistí a una junta.

Anduve hasta la casona de tres pisos donde encontré al mismo hombre barriendo la misma mugre con la misma escoba. Ahí se ubicaba el sitio donde los adictos al sexo –según me habían dicho por WhatsApp y confirmé cuando pedí informes– se reunían tres veces por semanas. Iba a llover, pero no una golden shower. Penetré -vaya palabra escogí- en el inmueble quince minutos antes de la cita. La tarde caía como un asteroide a punto de destruir la Tierra.

Pensé que sería juzgado por mis pecados y cual condenado a muerte, me presenté con la resignación impregnada en la piel.

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Encontré un salón amplio en el primer piso. Ahí fue el tipo que barría, como si me quisiera limpiar las manchas de la conciencia, me indicó que se llevaría cabo una reunión de Alcohólicos Anónimos. Pero me señaló las escaleras y dijo que fuera hasta el tercer piso y tocara en la segunda puerta a la derecha.

Resultó que aquella casa era un hogar para un amplio menú de outsiders. Un sitio donde se reunían las personas rendidas ante sus instintos, los parias que no ponían en práctica la máxima promulgada por un comercial de ron en los años 80 (“la calidad es responsabilidad de Bacardí y compañía, la cantidad es responsabilidad de usted”) y ahora se veían obligadas a luchar contra su propia naturaleza para encajar en los patrones del deber ser.

En la planta baja se reunían los alcohólicos anónimos.

En el segundo, las comedoras compulsivas y los compradores sin control.

En la búsqueda por la reunión de los adictos al sexo, por curiosidad abrí una puerta dentro de la cual se escuchaban gritos y encontré a una mujer que desde un presidium lloraba a mares. Hablaba de lo mucho que le costaba reprimirse ante la idea de zamparse un pollo entero, como Macario el de la película de Ignacio López Tarso. El resto de las asambleístas la animaban a seguir narrando su desgracia.

“Tú puedes”, le decían.

“Estoy desesperada. No quiero seguir engordando”, respondía ella con la garganta llena de mocos.

Reparé en que todas las presentes lidiaban con volumen de sus vientres. La que en ese momento dirigía las palabras a sus compañeras era presa de un dramático ataque de nervios mientras compartía su testimonio.

Me disculpé por haber interrumpido y cerré la puerta.

Llegué por fin donde los adictos al sexo, después de haber pasado por el grupo de compradores compulsivos, uno de neuróticos y de ludópatas que habían dilapidado sus fortunas en las tragamonedas de un casino. Las adicciones de los seres humanos son tan variadas como la forma de sus narices. Si se considerara una rareza cada una de sus desviaciones del camino trazado por ese concepto tan elástico que es la “normalidad”, nos conduciría hacia destinos insospechados.

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El semicírculo del infierno

La puerta del tercer piso también estaba cerrada. Pero diez minutos llegó Lucas, el mismo con el que estuve intercambiando mensajes por WhatsApp después de leer su número en aquel flyer. Me confirmó que ahí era el grupo de adictos al sexo que estuve buscando. Abrió la puerta del privado y me invitó a pasar. Detrás de él venían dos tipos más que parecían de lo más normales. Pensé entonces que yo también parecería un sujeto común a los ojos de los demás. Nadie en la calle, en la fila del banco o en parada del camión, imaginaría que yo fuera un escritor de historias porno y mucho menos un adicto al sexo. Igual que los asesinos seriales de las películas, también nosotros nos camuflajeamos con el ambiente.

El segundo cuarto a la derecha en el tercer piso no tenía nada de especial. Un viejo escritorio al frente, varias sillas acomodadas en semicírculo y una ventana que daba a la calle y desde donde se veía la lluvia que a las seis de aquel miércoles comenzaba a caer.

Lucas tomó el sitio de líder. El resto de nosotros comenzó a ocupar los lugares en semicírculo. Nadie dijo su nombre. Había un tipo vestido de típico oficinista, uno más enfundado en traje de motociclista, y una mujer que lucía aún más normal que el resto de nosotros llegó cargando varias bolsas de plástico con lo que parecían sus compras de la semana. Alguien a quien hubiéramos visto caminar por la calle y no diríamos que se trataba de una voraz ninfómana.

Nada ahí llamaría la atención de un visitante si no supera que ahí se celebraban juntas de adictos al sexo. Desnudos de cuadros, fotografías o adornos, los muros exhibían las partes a las que se les había comenzado a caer la pintura. No estaba sucio, era un espacio más bien triste, desolado. De no haber sido porque a través de la ventana abierta se alcanzaba a meter un algo de luz, aquella hubiera podido ser una postal del abandono.

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No tuve que decir que era nuevo. Éramos tan pocos que de inmediato lo notaron. Me saludaron amablemente. Lucas se puso de pie, se quitó el saco y lo acomodó en el respaldo de su silla. Volvió a sentarse y sacó del bolsillo de su pantalón una llave. Abrió el cajón del escritorio y extrajo de él un cuaderno tamaño carta y colocó junto a ella un libro. El Libro Verde, supe después que se llamaba. Un texto en el que los adictos al sexo se basan para escalar hacia la recuperación, para conseguir que su compulsión por consumir ­–así se denomina a la compulsión por sostener comportamientos y prácticas eróticas que pueden poner en riesgo tanto la salud del adicto como la de sus familias y amigos– sea contenida y en su lugar, alcancen la sobriedad.

Abrió la libreta grande y de sus páginas extrajo una pluma.

Cualquier persona puede decir que es adicta al sexo. Siempre que le cuento a alguien que asistí a esa reunión, me contesta: “¡no manches! ¡yo también soy adicto al sexo!”.

Pobres ilusos.

¿Trainsexpotting?

Pero a ver: coger a todos, o casi a todos, nos gusta. Con quien nos gusta, en el momento que lo decidimos y de las manera que nos provoca placer. ¿Pero cómo te sentirías si tu pulsión erótica, tu necesidad física, la abstinencia en el sentido más Renton de Trainspotting, sobre todo en la escena en que alucina con el bebé que gatea por el techo, te obligara a revolcarte con personas que te dan asco en situaciones humillantes?

¿Pero qué pasa cuando la urgencia de sofocar alguna comezón erótica nubla el entendimiento, causa dolor y conduce a quien la padece a realizar actos impuros de los que después se arrepentirá? ¿Te atreverías a explorar la personalidad del Mr Hyde cachondo del que después reniega el Doctor Jekyll mientras se azota la cabeza contra la pared?

Así le contesto a quienes se burlan de la adictos al sexo.

Esa tarde, mientras el sol se colaba por la ventana de una habitación en el tercer piso –porque chispeaba a ratos, pero nunca llovió en forma– de una casona vieja de aquella colonia céntrica, escuché a un hombre reconocer con la voz hecha trizas, que su prurito sexual lo llevó a contratar prostitutas en lugares marginales, a relacionarse con ellas en estacionamientos vacíos, sin ni siquiera ponerse un condón; y que no haber conocido al grupo dos años atrás y encontrar en las páginas de su Libro Verde los Doce Pasos, aquella obsesión sexual lo hubiera llevado a la cárcel, enfermo de algún padecimiento incurable o quizá, hasta la muerte.

Hoy, igual que el resto, libra una batalla diaria y desgastante por mantenerse sobrio. De milagro nunca se contagió de nada y así quiere mantenerse.

Afuera de la casa la vida era normal esa tarde, con personas normales que habían salido a pasear a sus perros normales, a comprar pan de dulce normal para tener una merienda normal delante del televisor normal y correr unas vueltas normales al parque, para después regresar a su casa normal y darse una ducha de más normalidad.

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Adentro, otro tipo confesó que en otro tiempo se masturbaba sin control. A veces no se podía levantar de la cama. Dejaba de comer y de convivir con otras personas para poder enclaustrase en su departamento y estimulado por la pornografía, cada vez más degradante y retorcida, rendir un interminable culto a Onán. Durante semanas yacía entre sus sábanas tiesas y apestosas, con una creciente sensación de culpa y vacío emocional. Su adicción le había costado buenos empleos y relaciones de pareja.

Se había convertido en un ermitaño al que sólo le importaba exprimirse los genitales un momento y el otro también. Un prisionero de la persecución del orgasmo, ese placer incendiario y fugaz que dura lo que un estornudo y que cuando finalmente se ha alcanzado, deja de existir y se vuelve urgente ir detrás de otro. Igual que sucede con los enganchados a la piedra.

Afuera de la casa estaban los que piensan que son adictos al sexo porque se dieron una encerrada en Cuerna, aprovisionados con una botella de mezcal, una bolsa de Sabritones y doce paquetes de condones que ni siquiera se terminarán. Ignoran lo que es mentir en el trabajo, engañar a tu familia y a tus amigos para escaparte. Salirte de una fiesta porque no puedes más, porque necesitas –como sucedió a otros los que esa tarde se animaron a contar su historia– pagarle a quien se deje para que te ayude a liberar ese demonio que te escuece desde adentro.

El cineasta Stuart Blumberg se acerca bastante a retratar la adicción sexual en su película de 2012 Gracias por compartir. Entrelaza la historia de tres adictos al sexo y su relación con estos grupos de ayuda dependientes de ASA (Sex Addicts Anonymous), un grupo norteamericano fundado en 1977 por un grupo de hombres que aplicaron los Doce Pasos para ser más fuertes que su daemonium interior.

Adicta al sexo es la mujer de las bolsas de compras, que confesó que una vez que se cogió a un indigente adentro de una iglesia. Alternaba en ella el deseo enfermizo con las arcadas que le provocaba aquel cuerpo oloroso a orines. Hoy le agradece a su Poder Superior que le diera las fuerzas para no volver a quererse tan poco.

Mientras se seguían los relatos, pensaba que al Marqués de Sade le hubiera gustado tomar dictado de las obscenidades que iban en incremento a medida que se hacía de noche.

Salí de aquella reunión con las tripas reacomodadas, como si un cirujano me hubiera estado hurgando en el vientre. Convencido de que lo mío no era adicción, sino una vulgar calentura. Aquellos infelices estaban enfermos y así lo asumían. La primera regla entre los adictos al sexo es que ninguno da su nombre completo, sólo el de pila.

–Soy… y soy adicto al sexo– me tocó a mí decir al semicírculo.

No tenía una gran historia qué contar. Después de conocerlos, pensé que no era un esclavo de mi entrepierna, sino de un pasajero enculamiento.

Escapé de la casona de las adicciones. Había concluido la reunión de las comedoras compulsivas también. Paradójicamente, había una mesa con café en el pasillo común y se me hizo justo que no incluyera galletas. De todos los adictos que en aquel sitio se reunían para intentar ayudarse, la adicción al sexo es la más incomprendida, porque mucha gente no considera que exista.

El Paso 13

Incluso en la ficción se pinta muy divertido. En la serie televisiva Nip/Tuck, Christian, el protagonista, acude a una reunión de adictos al sexo y termina encamándose con una de sus compañeras, a la que luego receta este discurso despiadado: “Aquí está el Paso 13: todo desaparece. Amor, árboles, rocas, acero, plástico, seres humanos. Ninguno de nosotros sale vivo de aquí. Ahora puedes refugiarte en un grupo y enfrentarlo un día a la vez, o puedes sentirte agradecida de que cuando frotas tu cuerpo contra el de otra persona explota el suficiente placer para hacerte olvidar, por un minuto, que eres un montón de despojos mortales. Esa es la verdad. Si eres fuerte, te hará libre, si eres débil, te hará … lo que eres tú”.

Me subo el cierre de la chamarra para caminar a casa y volteo a ver la primera sala que vi, donde tiene lugar una atestada reunión de Alcohólicos Anónimos. Reverbera en mi cabeza algo que dijo uno de las personas con las que estuve en la junta.

–A diferencia del alcoholismo o las drogas, en el que la sustancia que te provoca está afuera de tu cuerpo y basta con que no te la metas, la adicción al sexo es más cruel porque se trata de algo que está dentro de ti. A ver, lucha contra eso.

Mientras lo decía se golpeaba con el dedo en la sien, como si fuera una de esas viejas televisiones que cuando fallaban, les daba uno un manotazo para que se les echaran a andar los circuitos.

Asistí a un par de reuniones más. Cinco meses después me eliminaron del grupo de adictos al sexo en WhatsApp y lo último que supe es que los grupos de enganchados tuvieron que mudarse de la casa de tres pisos porque la iban derrumbar.

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