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Strikedown: anochece en el Café Iguana

Escrito por:Fernando Suarezserna

La puerta siempre está resguardada. El pasillo es largo, cada paso te va adentrando a ese lugar donde la música funciona diferente, me atrevo a decir que funciona mejor. Es un inmueble que sería difícil de dibujar en un mapa. Hay pasillos imposibles que conectan escenarios, distintas salidas a las calles de Barrio Antiguo, e incluso he escuchado que hay puertas que dan a habitaciones secretas. Dudo que sea cierto, pero en la duda siempre hay lugar para imaginar.

 

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La arquitectura del Café Iguana es extraña, parecida a caminar por un sueño. Ahí conviven esculturas, mesas adornadas con azulejos, estatuas de cabezas de chivo, una exitosa pizzería y cuatro puntos de venta cuyo principal producto es la caguama en bolsa. En aquel espacio, lo mismo han brillado el punk, el hardcore, el metal y hasta la guitarra acústica y la literatura. Una noche puedes encontrarte artistas de renombre internacional, otra grupos que apenas debutan, y en las más tristes, puedes ver sus escenarios vacíos.

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Hace algunos viernes, me adentré en el patio del Café. Me recibió una voz conocida, armada sólo con una guitarra acústica. El Herrero presentaba su música folk ante poco más de una decena de personas. Todas atentas ante una voz que combina letras, melodía y dominio del escenario.

Apenas unos minutos después, terminó el conjuro. El Herrero guardó la guitarra en su funda y la echó sobre su hombro. Cuando bajó del escenario lo saludé con un abrazo. Si algo he aprendido de los escenarios, es que aunque haya sido tu noche, al salir siempre hace falta un abrazo. Siempre es bueno encontrar una cara conocida, un amigo que te reciba de vuelta en el Inframundo. Le dije la verdad.

—Acabo de llegar. Sólo vi la última.

—La última fue la mejor. Con las otras no te perdiste de nada.

Me hubiera gustado platicar más. Pero la jornada aún no terminaba para Iván —su nombre terrenal—, que en aquel momento debía olvidarse del folk y conectar con una parte de su pasado que se aferra a existir.

—Empezamos en quince minutos—, me dijo antes de irse.

 

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Iván es el vocalista de Strikedown, banda formada hace más de veinte años, y que fue clave en Nuevo León Hardcore, una de las escenas underground más importantes en México. En unos cuántos minutos, volvería a serlo.

Me colocaron el brazalete en la muñeca, el amuleto que me permitía ingresar al escenario del Café.

Me adentré en la oscuridad, que sólo era combatida por una luz roja.

Tuve que abrirme paso entre las personas. Cientos y cientos que esperaban atentos, los que permiten que una noche como esa pueda suceder.

Casi todos tenían la vista fija en un telón cerrado. Entre la multitud pude reconocer a varios. Unos eran integrantes de otras bandas, y también encontré amigos de hace años. Y claro, algunos recurrentes de la escena: personas cuyo nombre jamás he conocido, pero que cuando nos encontramos extendemos un saludo de complicidad. Una multitud donde imperan tatuajes de demonios, barbas entrecanas, camisetas de black metal y chamarras de piel. Debajo de ellas, casi todos esconden un buen corazón. Es entendible que lo oculten, ¿a quién no le da miedo mostrarlo?

Una estatua de Buda sobre el escenario me llevó a pensar que, a su forma, éste también es un templo.

El telón se abrió y —entre luces y humo— sonaron las cuerdas. Strikedown se apoderó del santuario.

El tributo que todo baterista debe de pagar es el desgaste físico que exige su instrumento. Su recompensa es espiritual. Colunga, quien también toca con la icónica banda Fightback, estuvo dispuesto al sacrificio que conoce a la perfección.

Iván —en otra vida, El Herrero— brincaba, gritaba, cantaba. No lo dijo, pero lo demostró: estamos vivos. Al igual que muchas bandas de culto, la trayectoria de Strikedown ha sido intermitente. A veces pasan años entre conciertos. Como en casi todo, lo normal es no existir. Estoy seguro de que, al menos en parte, eso es lo que nos tenía reunidos en el Café. Quisiéramos que fuera un día normal, quisiéramos pensar que habrá muchas tocadas más. Pero en el fondo, sabemos que la realidad —y en especial, la música— rara vez funciona así.

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En uno de los interludios, Iván agradece a quienes llenaron el Café, dice que ya están viejos para esto. Pero el calendario contradice al vocalista: la verdad es que son jóvenes, ninguno de ellos llega a los 40 años. En el fondo, entiendo por qué lo dice. El choque es con una escena diferente a la que se enfrentaron hace veinte años, con modelos de negocio distintos, distribución digital y contenido desechable. Con un mundo en donde nuestros sueños monetizan o mueren.

Lo que revive muchas veces nunca estuvo tan muerto. Strikedown comete lo que en nuestra sociedad es un pecado mortal, y que es aún más grave después de cumplir treinta años: no sólo se niegan a morir, sino que se atreven a soñar.

La banda presenta una formación atípica en el escenario. Al frente, donde debería de estar su vocalista, encontramos sus cuerdas: tres guitarras y un bajo. Los virtuosos. Alguna vez leí un artículo sobre Strikedown, decía que eran el grupo que mejor ejecutaba sus instrumentos de toda la escena. Pero hasta ese instante lo terminé de entender. Fue como ver autómatas, conectados con la realidad mientras tocaban solos imposibles. Señores de esa noche.

Es verdad que son grandes músicos, y que tres guitarras simultáneas les permiten hacer lo que pocos. Pero hay algo más: son amigos. Gibby —el hermano gemelo de Iván— no sólo compone, también ejecuta a la velocidad de la sombra. Lalo —a quien hemos visto brillar en otra banda de la escena, Cabezä de Perro— posee una precisión inhumana. Fer Treviño imprime fuerza que no deja dudas: en esta banda no existe un guitarrista principal, sino tres.

Iván apunta en dirección del bajista.

—Este cabrón es el único que tiene groupies.

La audiencia responde con un grito. Y Adrián, con una sonrisa. Casi siempre toca con un paliacate sobre la frente. Es consciente de que el bajo puede ser un instrumento invisible en muchas bandas, pero nunca en Strikedown. Eleva uno de sus brazos —el que está tatuado por completo— y con su mano hace la señal que todos reconocemos. Rock n roll. El público contesta con el mismo símbolo, emite un rugido que llena el Café.

Es difícil concebir la idea de que todos tienen profesiones fuera de la banda. Trabajos que les permiten pagar las cuentas, y que limitan su tiempo para ensayar. Me viene a la mente una frase que escuché de un maestro: “El pizzero que pinta por las noches no es pizzero, es pintor”. Que así sea para estos músicos.

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En la última canción, Iván se sienta a un lado de la batería, como si intentara esconderse. Desde ahí, oculto, emite el grito final de la noche. Observo con admiración lo que hizo: le entregó el escenario a las cuerdas. Le entregó el escenario a sus amigos.

Al terminar el concierto, los miro caminar entre el público. Dejan de ser inmortales. Se suman a la audiencia para escuchar a la siguiente banda de la noche.

Me acerqué a felicitarlos. Sé que por mucho tiempo hablaremos de este concierto.

Salí del Café. Rumbo al estacionamiento, con cada paso sentí cómo regresaba a la realidad. Un retorno al mundo donde existen las deudas, donde extrañamos a nuestros abuelos, donde los buenos rara vez ganan.

Es innegable que Strikedown tiene un factor de nostalgia, y que me recuerda a mi juventud. Pero si soy honesto, lo importante no es eso. No realmente. Lo interesante no es su pasado, sino su presente. Uno donde no sólo se niegan a morir, sino que se permiten soñar. Donde gritan que estamos vivos, y que vamos a dar pelea.

Quizá pasen algunos meses, pero sé que regresaremos al Café. No tengas duda, volverá a reinar la música.