Estaba en una alberca en Los Ángeles, recién salida del desierto, todavía con polvo en la piel aún después de tres baños, cuando se me acercaron dos hombres a platicarme. Me contaron que su familia era de Armenia, pero que desde los dos años habían crecido en Estados Unidos. Entonces, claro, todo lo que veían en la tele, la comida que les gustaba, su forma de hablar… era americana.
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Mientras yo ponía música desde mi celular, tratando de no soltar el ritmo que traía de Burning Man y de aterrizar mi experiencia de lo que había pasado, o a lo que la gente allá le llama “descomprimir”, uno de ellos me dijo:
—Ya que tú estás siendo la DJ, nosotros ponemos los tragos.
No quise desaprovechar una de mis actividades favoritas y no dejarme disfrutar de este presente momento compartiendo con completos desconocidos, y así fue como aceptaba conectar, aunque sea un instante más, al escuchar la experiencia de alguien que no se parece a mí, sin juicios ni miedos, y con la apertura de aprender desde lo que el otro ha vivido.
Les comenzaba a contar que había hecho todo este viaje para ir a Burning Man, cuando un tercer chico llegó en lo que no puedo dejar de llamar el mejor momento, porque yo moría de hambre, y nos dejó generosamente un sushi de atún que acababa de comprar, que tras varios días de comer cualquier cosa en el desierto me supo a una de las comidas más gourmets que podrían existir en el mundo, y se fue. Continuaba la plática con estos dos chicos, quienes me contaban que su primo quien ya había ido antes los trataba de convencer de asistir, pero que eso no era su tipo de fiesta, que la imaginaban llena de afters interminables y demasiadas drogas.
Yo les respondí queBurning Man podía ser eso, pero también podía ser lo contrario: “tú decides cómo vives tu burn”. En una ciudad de más de setenta mil personas, hay tantas formas de habitarla como seres conviviendo en ella. Así como aquí afuera, en “el mundo real”, compartimos con quienes piensan distinto, también allá se teje comunidad desde elecciones muy diferentes.
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Nuevamente volvía el chico de la comida y esta vez nos dejó unos panes de canela y de verdad no podía más que sentirme agradecida por recibir estos pequeños regalos. Yo, tan hambrienta, tan cansada, tan agotada… y entonces me cayó el veinte: este chico era el primo del que estaban hablando.
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El punto de Burning Man no es “la fiesta o la diversión”. Y llevo tiempo tratando de buscar las palabras para explicar lo que veo claramente ahí. Finalmente el primo, el cual había asistido en dos ocasiones, 2016 y 2022, se unió a nuestro mini evento que acabábamos de construir juntos compartiendo nuestra música, tragos, comida y compañía, y procedió a explicar:
—La ciudad se construye con los campamentos frente a una explanada que llaman la playa donde exponen esculturas, carritos, piezas de arte y ocurren las quemas. Cada campamento tiene su propósito. Imagínate que eres millonario, puedes armar tu propio campamento con generadores, luces, casas, duchas, lo que quieras… Cada campamento hace algo para la comunidad. Uno da pizzas a todos, otro música, otro talleres… Tú no pagas nada. Aquí no hay valor en el dinero, todos están en buena onda. Vuelves a casa feliz. Hay gente de todo el mundo, y puedes conectar con ellos. Es raro, diferente, pero increíble.”
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Mucho se habla de los afters, de la música, de las instalaciones de arte, pero sobre todo de la sensación de comunidad y de libertad absoluta. Que en Burning Man no importa quién eres afuera, de dónde vienes, ni qué haces normalmente; importa cómo eliges habitar ese momento y cómo compartes con los demás. Pero poco se habla de sus principios. De cómo nació lo que yo llamaría este “movimiento”.
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Burning Man empezó con un par de personajes locos, parecidos a los que me ha gustado rodearme durante toda la vida, los cuales se reunían durante el auge del movimiento dadaísta. El dadaísmo era un movimiento artístico y cultural que surgió a principios del siglo XX como una reacción a lo establecido, al consumo y a la lógica rígida de la sociedad. Buscaban libre expresión, caos creativo y romper las normas. Se juntaban para crear, compartir, reír, liberar sus emociones y quemar sus obras como ritual, mientras conectaban con otros artistas y personas que, de otra manera, no compartirían sus ideales. Me parece que Burning Man fue consecuencia de ese grado de emergencia por hacer otra realidad, que, a mi parecer, hasta el día de hoy seguimos buscando.
Estas almas libres, en su máximo grado de expresión, se reunían a finales de los 80 en la playa Baker de San Francisco para celebrar el solsticio de verano quemando figuras de madera. Dicen por ahí que uno de ellos, con el corazón roto y la rabia desenfrenada, necesitaba una manera de trascender esa emoción, y no recuerdo si lo leí, pero me imagino la historia así:
Este artista, con toda la sensibilidad que los caracteriza, se acababa de divorciar de su esposa, que le había quitado la casa y los hijos. El impulso de prender fuego la casa con ella adentro era real, visceral, pero en lugar de eso volcó todo ese dolor en una escultura de madera que sí podía incendiar. No creo que en ese momento pensara en simbolismos; lo que importaba era la emoción, el desahogo, la catarsis. Hizo lo que le salió, su versión de ella, y se lo contó a su amigo. Su amigo, que podía ver más allá de la rabia porque no estaba viviendo lo mismo, entendió el peso del gesto y lo simplificó a palitos y seguro le sugirió no quemarlo fuera de su casa. Lo llevaron a quemar a la playa, todos se identificaron con los palitos, la fuerza del fuego, y seguro alguien dijo: “¡Qué buena idea! ¡Hay que quemar al ego, hay que quemar al hombre!”.
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Porque, ajá, el hombre es el orgullo, la identidad construida, lo tradicional, las expectativas, el miedo, el juicio… y, aunque no siempre lo pensemos, todos podemos reconocernos en ese símbolo. Jung llamaba a esto el inconsciente colectivo: un nivel de nuestra psique donde se guardan arquetipos universales que atraviesan culturas y generaciones. Ese gesto, simple y poderoso, activa algo que todos compartimos, libera tensión emocional y nos permite conectar con nuestra propia vulnerabilidad y con la de los demás.
Esta es una de las versiones que circulan por ahí y, a mí, me hace completo sentido: qué detonante más potente que ese para dar vida a un festival colaborativo que, con el tiempo, se ha vuelto tan relevante y significativo para tanta gente.
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En algún momento, en esta ocasión, me encontré frente a la escultura de una mujer desnuda hecha de bronce que, con los brazos en cuna, lloraba sosteniendo la arena. Una chica que la admiraba previamente me preguntó mi interpretación. Yo sentía el dolor de la Madre Tierra por sostenernos, y ella veía que el dar duele, pero es el regalo más bonito. Nos preguntamos si habría sido un hombre o una mujer quien hizo la pieza, y mientras las dos pensábamos que sería una mujer, se acercaron dos artistas de la pieza de enfrente para confirmarnos que había sido un hombre, hecho tras una ruptura amorosa.
Estos dos artistas realizaban las fotografías de desnudo más hermosas y terminamos posando frente a esa pieza, redisignificando y creando un discurso nuevo, perteneciente a nuestro mundo.
Y ahí está la magia: dos personas, cada una cargando su propio manojo de emociones, se encuentran casi por casualidad, o tal vez por suerte, y empiezan a colaborar sin planearlo. No saben exactamente qué va a salir, pero de esa improvisación nace algo más grande que ellos mismos. Un gesto, un acto, un símbolo que se convierte en chispa, en ritual, en un hilo invisible que conecta a todos los que lo presencian. Cada emoción, cada intención, se mezcla y se transforma en algo colectivo, algo que no pertenece a uno ni al otro, sino a todos los que se atreven a mirar, sentir y participar.
La contraparte de toda esta felicidad colectiva es el Templo, que, como en toda sociedad, no puede faltar. A diferencia del bullicio y el movimiento constante, aquí reina el silencio: un espacio quieto, solemne, cargado de simbolismo y memorias. Las paredes, cubiertas de escritos, fotos y ofrendas, parecen sostener miles de historias a la vez. Allí, la gente viene a ejercer su espiritualidad, a soltar, a rezar por los muertos, por lo que ya no les corresponde, por lo que han perdido. Y la resonancia colectiva es tan intensa, tan unificada, que lo invisible se vuelve palpable. Puedo decirles que aquí es donde más he experimentado cosas increíblemente mágicas.
Entonces, ¿eso es lo que descubres cuando vas a Burning Man? Es la típica pregunta que te hacen cuando se enteran de que fuiste al evento. Y yo creo que es un lugar perfecto para poner cosas a prueba, para presenciar lo que puede funcionar, para mostrárselo al otro. Pero lamento decirles que… es una utopía.
Y ahí les va, el lado de Burning Man que nadie te había contado: es un lugar de fuga. Pero si hablamos de fugas, hay muchas.
Mi último Burn lo viví con una persona a la que le entregué mi corazón, le abrí mi mundo… y lo tomó de la manera más inconsciente y egoísta. Lo odiaba tanto, porque pensaba que además de todo lo que se había robado, se había llevado mi capacidad de amar. Ir a Burning Man era ir a confrontar todo lo que no he querido enfrentar en terapia. Fuga. Y todos aquí venimos a algo, estamos buscando algo de lo que quizá aún no tenemos noción.
Pero en el momento en que tomé la decisión, ya no podía evitarlo. Tenía que ir. Y es que la aventura empieza desde el instante en que decides ir a Burning Man. Desde antes de llegar. Todo empieza a alinearse para que llegues allí. Suena muy fácil, pero es tan difícil, porque para eso tienes que confiar. Y en un mundo de “sálvese quien pueda”, lo único en lo que puedo confiar es en cuidar mi espalda, para que no me muera.
Sin embargo, quizá soy un poco masoquista… porque mi dolor se vuelve mi gasolina. Y a pesar de abusos, traiciones y heridas, me encontraba una vez más confiando en un desconocido, al que le ofrecí un ride de Los Ángeles a Black Rock City.
¿Qué puede salir mal en un espacio donde puedes poner a prueba tu forma de ser, tu capacidad de dar, de recibir, de abrirte sin miedo?
Que se termine.
Y pocos son los valientes que se atreven a llevar esa vulnerabilidad de regreso a sus casas. No cualquiera es capaz de anteponer la conexión con un extraño a un compromiso de vida, de sostener la confianza y perpetuarla más allá de la playa.
Así que, teniendo una camioneta enorme, no iba a negarle un asiento a alguien que también iba al mismo destino, aunque llevara consigo demasiadas cosas; yo contaba con el espacio. Si algo he aprendido de la cultura del hitchhiking es que funciona como un microcosmos de colaboración espontánea: quien da ride confía en un extraño, y quien lo recibe confía en que esa persona lo llevará a salvo. El intercambio no siempre es monetario en su raíz; la compañía, la gasolina compartida, las historias, terminan por facilitar el trayecto de dos almas que, al final, se dirigen hacia el mismo horizonte. ¿Qué mejor lugar que Burning Man para aplicar algo en lo que creo día con día, o que al final no nos estamos acompañando todos en esta dura vida?
Ese gesto me llevó, como boomerang de agradecimiento, a terminar en el campamento de varios rangers que trabajan voluntariamente para mantener el orden y mediar entre personas de la manera más amigable. Algunos llevan 8, 10, incluso 30 años seguidos atendiendo el evento y ejerciendo esta función, simplemente por el gusto y el placer de resolver conflictos de la mejor manera posible. Todos los miembros del campamento, además de ofrecernos resguardo y techo, nos compartieron su comida, su compañía y nos ayudaron con cualquier dificultad que aparecía en el camino.
Conozco a un par de personas fuera de ese mundo que tienen la motivación en ser bondadosos, compartir y hacer el mundo mas ameno, pero nada dimensiona el cúmulo de personas dispuestas a hacerlo en este evento. Por eso Burning Man se vuelve un lugar al que, año con año, ansías regresar. Es la fuga de un mundo tan cruel y carente de respeto por el otro, donde abrirte y conectar puede dejarte las heridas más profundas. Aquí, en cambio, eres libre de juicios. Ciudadano del mundo. Aquí no te distingue raza o cultura, al llegar te reciben con un cálido “welcome home”. Y la primera vez que lo escuché sentí que me reencontraba con una familia perdida, una familia que vivía bajo los mismos principios en los que yo también intentaba sostener mi vida.
Pero nuevamente, recordemos que todo esto sucede en un lapso de solo siete días. Y no hay tiempo suficiente para experimentar todo lo que la playa tiene para ofrecer. Muchas veces, además, la playa te obliga a enfrentar cosas con las que no esperabas confrontarte.
Mi primer año en Burning Man me hizo apreciar los amaneceres después de una noche helada en el desierto, cuando lo único que ansiaba era el calor del sol en mi piel. Cualquier atardecer me parece maravilloso, pero ver cómo el sol se esconde mientras estás parado en medio del desierto y contemplar los colores naranjas, rosas, morados, azules, con el mejor sonido musical de un carrito de arte, es algo que si no lo vives en carne propia no te lo puedo explicar. Ese momento volvió insaciable mi necesidad de compartir la experiencia en mi segundo burn con la persona que más amaba, de abrirle la puerta hacia los principios que yo compartía a través de lo que podía mostrarle que veía en ese festival. Y aunque yo soy de la idea de no dejar rastro donde pasas, quiero pensar que cualquiera, después de ver semejante espectáculo, va a querer contribuir a conservar la tierra. Porque solo así podremos seguir contemplando los atardeceres más bellos que nuestro planeta aún nos puede regalar.
Que un extraño me hablara para darme helado, mientras yo me moría de calor pedaleando media hora bajo el sol, me hizo reflexionar sobre lo difícil que había sido para mí traer todo mi equipaje desde México: la bici, todo el equipo para acampar. Y pensar en lo que significaba traer helado, mantenerlo frío, cargarlo, transportarlo para poder repartirlo… verdaderamente, todos ponían un esfuerzo demasiado grande para hacer un evento en el que básicamente pagan para venir a trabajar. Pero justo ahí estaba la clave: el dar. El significado que dio la chica con la escultura de bronce.
El dolor de dar, pero también el placer que causa. Vaya paradoja, en el mundo de afuera nos jodemos las espaldas trabajando día a día, pero aquí, dentro de este convenio tácito que es Burning Man, hay una alegría intensa, excitante, en venir a compartirlo todo de manera gratuita. Ese acto de dar, que en cualquier otro contexto podría sentirse agotador o sacrificado, se transforma en celebración. La recompensa no está en recibir, sino en la energía colectiva que se genera al entregar tu corazón, al encontrarte con otros que también arriesgan su vulnerabilidad y su creatividad. Que claro que el contexto cambia cuando no se trata de producir para sobrevivir, si no de poner en juego lo que sabes hacer y que otro, justo en ese instante, puede necesitar. En lo personal, encontrar tu función en esta ciudad es el clímax de la experiencia. Ser espontáneo la clave.
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Yo siempre he sido una persona que disfruta expresarse a través de lo que me pongo y cómo me pinto. Me gusta transformarme. Y en la playa, algo que me fascina es observar cómo otros también lo hacen; su creatividad los convierte en piezas de arte andantes. Se refleja en los outfits y personajes que crean, y también en las bicis o carritos de arte que usan para transportarse. Y en esa contemplación se vuelven espejos que me invitan a participar con más fervor en el ritual de imaginarme y recrearme, una y otra vez. Científicos, arquitectos, intelectuales, artistas y todo tipo de personas vienen a jugar: desde construir una carriola gigante que se controla como si fuera un videojuego, hasta trepar esculturas para contemplar los atardeceres más hermosos o para protegerse del sol mientras hacen un pícnic con quienes se vayan encontrando en el camino. Es un performance inmenso. Cualquier cosa se encuentra pasando en todo momento. No hay manera de no estar presente. Y una vez que el sol se pone, comienza otro universo: un estallido de estímulos visuales y colores que brotan de los leds, como constelaciones inventadas por nosotros mismos, si es que no basta deslumbrarse con mirar al cielo.
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Llovió por dos días y cuando batallaba por regresar a mi Camp en bici desde el otro lado de la playa entre lodo y altibajos en el piso, porque claro que las tormentas no detuvieron la fiesta, me encontré a mi paso a un chico caminando que iba hasta el otro lado, digamos a unos 2km, solo para ver a un amigo que acababa de conocer. Y mientras momentáneamente me hacía compañía, le pregunté qué opinaba de las lluvias, a lo que me respondió qué, había esperado 15 años para venir a Burningman y que era todo lo que se imaginaba. No podía haber nada mal en ello, ni con las lluvias. Pero claro que todas esas dificultades no nos detenían, pues forman parte de la vida.
Hay gente que no se puede perder un solo año porque es algo que no puede faltar en sus vidas, aunque sea solo un evento. Así que le pregunté al primo de los chicos de la alberca del principio de mi relato por qué no había vuelto y me respondió:
—No es como que tengo que ir todos los años.
Ahí reconocí, tras todo el vibe que habíamos generado en ese momento sin necesidad de manejar hasta el desierto, que me encontraba frente a un “long time burner”.
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Porque la magia de Burning Man solo es la magia de la vida concentrada en un evento. Un evento que se vuelve la fuga de toda la desconexión que vivimos día a día, de un mundo que nos arrastra y nos dispersa. No todos nos atrevemos a vivir esa magia siempre… pero no necesitas estar en el desierto para ser un long time burner, ni asistir todos los años. Es una ideología, una manera de vida, el secreto está en confiar, abrirte sin miedo, dar sin esperar nada a cambio, de aceptar a un desconocido en tu casa, de extenderle un lugar en la mesa, de conectar con los demás, de construir con ellos, de respetar al otro ser viviente, de tu responsabilidad para conservar la tierra, de ser consciente, de observar, pero sobre todo de aceptar quien eres siendo radicalmente tú.
Es darse cuenta que la travesía es la recompensa.
Ser un long time burner es llevar ese fuego contigo y compartirlo, todos los días.
Pero no todo es luz y euforia. La noche en que se quema el Man es como una olla de presión que ha estado hirviendo desde el primer día. Este es el último momento y, para mí, representa la noche más oscura: es cuando se termina de fugar todo lo que se había reprimido, todo lo que llevamos cargando en nuestra vida cotidiana. Con tanta expresión radical de uno mismo, surge el riesgo de que los límites se difuminen; la misma libertad que permite el arte, la música y la conexión también puede exponer los abusos, los excesos, la intensidad de nuestra humanidad en su estado más crudo, y entonces si… por qué no matar como grado de expresión absoluto? Nada muy distinto al caos del que estamos acostumbrados cualquier noche de la Ciudad de México, pero no es miedo lo que siento, es la confrontación con la fuerza visceral de lo que significa ser humano.
Ahí está la paradoja de Burning Man: la misma experiencia que te conecta con otros, que te devuelve tu capacidad de dar y recibir, también te recuerda que la libertad absoluta trae consigo responsabilidad y conciencia. Esa noche, mientras el fuego consume al Man y toda la ciudad parece latir en un solo pulso, entiendes que la fuga no es solo escape; es catarsis, confrontación y aprendizaje. Es enfrentarte a lo luminoso y a lo oscuro dentro de ti y de los demás, y aun así elegir seguir confiando, seguir dando, seguir viviendo. Aún cuando esa relación sentimental te dejó hecha pedazos.