NO WASHEARÁS LAS CANCIONES DE GUNS EN VANO

Por Arturo J. Flores
Fotografías de Katarina Benzova / Cortesía de Ocesa
Los Guns son animales de costumbre. No importa que la relación entre Axl Rose y Slash se haya sumido en un extendido periodo de guerra fría, una vez que firmaron la tregua decidieron retomar sus viejas tradiciones.
Como la de contonearse con la mano arriba en el coro de “Mr. Brownstown” (We been dancin’ with Mr. Brownstone…) pretendiendo que la sensualidad de sus 20 años no lo hubiera abandonado a sus 54. O la del guitarrista de interpretar el tema de “El Padrino”, de Francis Ford Coppola cuando le toca hacer su solo. O la del bajista Duff McKagan de cantar un cover de punk (“New rose”, de The Damned) para que Axl vaya a cambiarse la camiseta. Para quien se vio infinidad de veces el concierto que los Guns ofrecieron en 1992 en Tokio, que en vez de estudiar para el examen de química en la secundaria se pasó imitando los trazos escénicos del rubio de Lafayette delante del espejo, resulta evidente que en todo este tiempo lo que resta de aquella formación noventera de la banda se ha acostumbrado a ser ella misma. Tan ridículo me veía entonces como Axl se ve ahora. Pero así lo queremos.
Desde el momento en que se apagan las luces del Palacio de los Deportes. Y de las tinieblas se escucha el grito cavernoso de un presentador: (¿Quién se vale de un maestro de ceremonias en 2016?): “From Hollywood, California, Guns-n-Ro-ses!”.
Acto seguido, el riff de “It’s so easy,” la canción con la que desde tiempos inmemoriales la banda abre sus actuaciones. Hasta ahí todos integramos este montaje para el que ensayamos cuando fuimos adolescentes. Porque hay un mandamiento que ordena: “No washearás las canciones de Guns en vano”. Uno se aprendió “Welcome to the jungle”, “Estranged” y “Civil war” porque confiaba en que un día podría desgañitarse cantándolas con Axl, Slash, Duff, de mínimo, enfrente. Los que no los vimos en 1993, por lo menos.
¿Qué importa si en vez de levantar los puños algunos hoy tienen que levantar a sus hijos pequeños, para que alcancen a ver la razón por la que sus padres los obligan a desvelarse entre semana?
Musicalmente la banda suena mucho mejor armada que en abril, cuando la recién estrenada formación que se presentó en Coachella apenas se iba reconociendo en el escenario. Ahora se notan mucho más segura, más en su elemento. La química entre el terceto (Axl, Slash, Duff) que recurrentemente aparecía en las pantallas como diciendo “éste es nuestro show” fluye con más contundencia. Axl ya no parece el niño castigado de antes, cuando la lesión en el pie lo obligó a ser el único que estuviera sentado durante el concierto de Guns N’ Roses.
El setlist no ofrece sorpresa alguna. Pero tampoco hace falta. Bastante trabajo le costó a los Gunners escribir sus hits y hacía tanto que no los tocaban (tres de ellos) en conjunto, que justo es que se den vuelo repitiéndolos ad infinitum. Porque quienes apretujados, bebemos una cerveza caliente detrás de otra, a eso acudimos. De hits nos alimentamos, como “Paradise city”, “Knocking on Heaven’s door” o “Live and let die”, sin importar que estas dos últimas sean covers. Y de tracks que en tiempos del disco compacto y sin Spotify nunca fueron sencillos, como “Yesterdays” o “Double Talkin Jive”. Porque también nos las sabemos. Los más clavados hasta celebramos los fragmentos que de “Chinese Democracy” salen por las bocinas, como si de clásicos se tratara. A la distancia, están cerca de serlo. Del disco que más se tardó (más de trece años) en decepcionar a una comunidad tan leal de fans.
Dos minutos después de la medianoche, mientras devoro una torta de tamal verde y camino por la lateral de viaducto, me pregunto por qué no resolví irme a la cama temprano. Si este concierto de Guns N’ Roses lo vi en abril. Lo vi muchas veces por televisión. Cuando eran cinco y no tres (cuatro, si cuento a Dizzy Reed) los músicos cuyo nombre me sabía de memoria. La primera de dos noches en el Palacio de los Deportes.
Porque me gusta ver la misma película decenas de veces. Como aquel VHS de Guns en Tokio, que un día sencillamente ya no quiso funcionar. Valió la pena.