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Ayer anduviste de fiesta hasta las tres de la mañana y hoy, a las ocho de la mañana andas fresco como lechuga. En este momento estás convencido de que tienes súper poderes, o que por lo menos no ha pasado el tiempo y sigues metabolizando el alcohol como si tuvieras 19 añitos.
Unas cuantas horas después, por fin, llega la cruda y llega dura. Y pareciera que siempre llega en el momento menos oportuno: a medio maratón, en el desayuno con tu suegra, en plena junta con la dirección.
Solo de pensar en comer algo, se te revuelve el estómago… pero mueres de hambre. Aquí es cuando sales con un dolor de cabeza terrible a buscar pancita, birria o alguna de esas cosas que caen tan bien en estos momentos.
Quieres ir por algo de comer, pero te es difícil ponerte en pie. Cada paso que das, se siente como una licuadora en tu cabeza y lo único que quisieras es tirarte al piso, frío y confiable.
Has podido hacerte pasar por una persona decente enfrente de familia/compañeros de trabajo, y aunque te sientes terriblemente mal, estás de pie como un árbol. Pero el olor… el olor podría poner borracho a varias personas a tu alrededor.
Hueles mal, estás hinchado, te sientes terrible… pero andas de un filoso de cuidado. De hecho, prefieres mantenerte sentado, por aquello del pantalón de lino que elegiste usar.
Poco a poco, te vas sintiendo mejor… por ahí de las 4 de la tarde. Aunque tu boca sabe a centavo, ya sabes dónde estás y eso es un gran avance.
De repente, algún buen samaritano te ofrece una cervecita “para curártela”… y volvemos a empezar.