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70 AÑOS BAJO EL VOLCÁN

Por: Playboy México 27 Nov 2018
Por: Moisés Castañeda Cuevas   A siete décadas de su publicación y 53 años de su traducción al español, vale […]
70 AÑOS BAJO EL VOLCÁN

Por: Moisés Castañeda Cuevas

 

A siete décadas de su publicación y 53 años de su traducción al español, vale la pena revisitar este clásico literario en la reedición con ilustraciones de Alberto Gironella.

 

Las obras ejecutadas con absoluta lealtad a sus propósitos, tal como Bajo el volcán, la gran novela de Malcolm Lowry, deben ser muy escasas. Lo anterior puede parecer una generalidad, pero lo cierto es que pocos libros despliegan una visión del mundo tan profunda y sustancial como éste; pocos libros llevan sus recursos hasta límites exagerados y obtienen resultados lo mismo preciosos que genuinos; pocos libros exploran con tanta hondura el alma de sus personajes para despertar reflexiones y sentimientos de carácter trascendental.

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No fue gratuito que Lowry tardara diez años en su escritura, ni que fuera rechazado por los editores más prestigiosos de entonces. Nos encontramos ante una propuesta caprichosa, ardua, desmesurada, libérrima. Lo que debe celebrarse es que no hubo desperdicio: cada minuto invertido por el autor reditúa con creces en cada uno de los que invierte el lector. Desde luego, no es un ejemplo de narrativa perfecta, pero ¿qué obra realmente apasionada, expresiva, sincera, sangrante, gangrenada, lo es en última instancia? También debe admitirse que no se trata de un relato para cualquiera; probablemente sus lectores ideales ya no existan o se hallen al borde de la extinción. Sea como sea, esfuerzos de esta índole nos acercan a la sensibilidad de otra época, a maneras inusuales de concebir el paso del tiempo, a formas diferentes de preservar el amor.

 

Geoffrey Firmin, el Cónsul, alcohólico empedernido, poeta irremediable, visionario cabalístico, heraldo enfermizo de Fausto y Prometeo, será quien nos guíe por los círculos infernales de Quauhnáhuac. Es la pasión de este hombre lo que venimos a presenciar, su pasión y su descenso al Hades, pero nunca, su resurrección. El Cónsul es todos los hombres oprimidos por la injusticia; es la Europa desangrada por el inminente inicio de la Segunda Guerra Mundial; es la España que sucumbe ante Franco en la batalla del Ebro; es el México enemistado con Inglaterra y Estados Unidos por haber recuperado su petróleo.

 

Y, sin embargo, nada de esto le importa. Su búsqueda se finca en la autodestrucción etílica, sólo para eso vive, sólo eso necesita, sólo así podrá alcanzar la iluminación. Camino herrumbroso el suyo, endemoniado, esquizofrénico, ineludible, desesperante. De pronto el cielo se empaña, la atmósfera se envenena, brotan de los muros y de su propio cuerpo voces recriminatorias y aullidos lacerantes. Son los fantasmas pretéritos, los espectros del remordimiento, la angustia voraz de un alma sin esperanzas. Ni su hermano ni su exesposa —con honestas intenciones de ayudarlo, aunque le hayan sido infieles en el pasado— serán capaces de arrebatarlo de la tragedia. Es más, incluso los arrastrará con él: se enfrentarán a las lacras de sus corazones, a su miedo al fracaso, a su ansia ante la muerte y el olvido. No son muy distintos del Cónsul, frágiles sombras disueltas por el terror al vacío.

 

Como telón de fondo tendremos al Iztaccíhuatl y al Popocatépetl, colosos que representan la plenitud anhelada, las cumbres de la satisfacción, el regalo amplio de la paz. Pero también estarán los abismos, las barrancas, los vertiginosos precipicios que desembocan en la perdición. El contraste entre los posibles ascensos y las caídas genera una tensión desgarradora, agobiante, corrosiva. El Cónsul se mueve de polo a polo en esa procesión funesta, cae y se levanta, cae y se levanta, sólo que cada nueva caída es más agresiva que la anterior. Por su parte, en las alturas, pacientes y negros, los zopilotes se elevan más allá de la nieve de los volcanes.

 

No obstante, el principal enemigo, tan seductor como enervante, es el mezcal. Trago de sedimentos prehispánicos, mítico fuego que incendia la morada del espíritu, el mezcal oficia como sacerdote y verdugo. El Cónsul lo adora, lo desea, es su alegría consumada —nada como emborracharse con mezcal en El Farolito, cantina asentada al pie del Popocatépetl—, pero, a la vez, es su senda al Infierno, el umbral de que se sirve para violar la frontera de la cordura. A partir de allí sólo hay niebla y oscuridad, la prisión del egoísmo, violencia sorda que se traduce en rechazo a la vida. Por si no fuera suficiente, la historia transcurre en Día de Muertos, gracias a lo cual reina un ambiente carnavalesco que agrava el delirio del Cónsul: ahogados parlantes flotando en albercas, insectos hostiles que se abalanzan desde las paredes, cuerpos desollados y sin cabeza transitando sobre zancos, gallos gigantes eufóricos y obscenos.

 

Se dijo al inicio que esta novela no es para cualquier lector. Tal aseveración se refiere en específico a su ritmo y a su hechura. El desarrollo de la trama se da con una lentitud atávica, ancestral, entregada de lleno a la proliferación de detalles, a la sintaxis compleja y reverberante, a la digresión que aspira al infinito, a la enumeración poética que desprecia cualquier concesión. Su factura pertenece a otro tiempo, a otro mundo, a una estirpe de lectores que casi ha desaparecido. No hay por qué alarmarse, se debe a los rasgos del presente: la hipervelocidad de los medios de comunicación, el imperio aplastante de los recursos audiovisuales y la promoción de discursos sucintos y fugaces. ¿Cuántas personas pueden dedicarse a un libro que en más de cuatrocientas páginas narra tan sólo doce horas? Suena a anacronismo, a no tener nada que hacer o a contar con recursos holgados. Aun así, vale la pena dar la pelea por una obra como ésta, por un arrebato místico de tal magnitud, por una composición barroca de semejantes proporciones. Debe entenderse que sus características denotan una actitud peculiar ante la lengua, una voluntad de estilo encomiable, un intento ferviente por derrumbar las paredes del yo. El objetivo es experimentar la totalidad a partir de la intimidad, lo que no puede lograrse mediante fórmulas livianas y complacientes.

 

No queda sino afirmar que estamos ante una obra mayor, ante una manifestación literaria vasta y esplendorosa, ante un mural donde el mito, la poesía y el simbolismo se dan la mano y conviven a sus anchas. Las influencias de Sófocles, Dante, Cervantes, Shakespeare, Goethe, Dostoievski y Joyce, entre otros, a pesar de su prominencia, no resultan rebuscadas ni chocantes. Es impresionante cómo Lowry ata los cabos de manera natural y verosímil, cómo pese a la linealidad hay una riqueza de ecos que propicia múltiples escapes a la relectura. El cierre argumental, además de magnífico, es perturbador: no hay posibilidad de redención para el hombre, siempre se encaminará a su destrucción en la búsqueda de integridad. Su condición es trágica por antonomasia. De ahí que el volcán y el abismo conformen una aciaga metáfora de su destino. Las cimas están para ser contempladas, para disfrutarse desde lo bajo de las planicies, no para satisfacer conquistas. Mientras que el Tártaro, abierto al pie de las elevaciones, está allí para engullirnos, en cuanto nos desplomemos, si intentamos ascender.

 

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El libro: Malcolm Lowry, Bajo el Volcán, Era/Universidad Autónoma de Sinaloa, México, 2017, rústica, 479 pp., 499 pesos.

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