Por Jimena Gómez (@Jimena_blue)
Claro que ya había tenido un par de vibradores, pero eran cosas pequeñas con forma de bolita, jamás un pene hecho y derecho… En plástico. Pero eso ya terminó. Armada de mi quincena y mentalizada a aguantar un par de prejuiciosas miradas al entrar a la sex shop, salí en búsqueda del pene de mis sueños. Pues, queridos hombres, no hay que engañarnos, toda mujer ve en un dildo la posibilidad de cumplir dos de sus más grandes fantasías. Una: tener un pene sin la necesidad de aguantar al sujeto del que suele venir acompañado. Dos: experimentar cosas, formas y texturas que suelen definirse sólo por el azar, permítanme explicar. Cuando una mujer conoce a un hombre, lo lleva a su cama, y comienza a desvestirlo, vive un momento de apuesta; la moneda está en el aire y no se sabe qué se descubrirá cuando los pantalones toquen el suelo. Grande, pequeño, con curva a la derecha o a la izquierda, gordito, flaquito… Es lo que hay y una tiene que acomodarse. En el caso de los dildos el control es totalmente nuestro, sin embargo, en un mar de posibilidades erectas tan grande, las opciones se pueden volver muy abrumadoras. Les cuento:
Llegué a la tienda y le pedí ayuda al joven que atendía; “Quiero un dildo, por favor”, dije ingenuamente. Él me volteó a ver con cara de “Acaso-vas-al-Starbucks-y-pides-un-café-así-no-más-sin-decir-si-quieres-deslactosada-o-venti-o-grande-que-en-realidad-no-es-grande”… Y me dijo: “Señora, necesito más detalles, ¿sí sabe que hay de muchos tipos?”. Así. Maldito escuincle, no nada más me dice señora (¡a mis muy conservados 28 años!) sino que, de pasó y por qué no, me hace sentir como una puberta que sólo ha cogido de misionero… ¡¿Cómo se atreve?! Molesta y humillada, le contesté tajantemente: “Ok, quiero uno grande y no pienso pagar más de 600 pesos”.
De nuevo se rió el ingrato, pero ahora al menos tuvo la decencia de dirigir mi atención a una pared llena de dildos; decenas y decenas de penes mutantes con colores imposibles o grotescas recreaciones de ese tono al que le llaman piel pero no es piel (nunca he entendido el atractivo de los dildos con forma mega realista; con venas y sombras y huevitos oscuros… Para eso, mejor ya cogerse a un hombre de verdad, ¿no?).
Pero más allá de la apariencia, porque yo no soy una mujer superficial, lo que más me llamó la atención fueron las cualidades de cada modelo. En mi rango de precio, el jovenzuelo me mostró la opción más básica que tenían; se trataba de un trozo de hule con venas pintadas y una base plana, algo parecido a un sujetalibros o a un proyecto fallido de clase de cerámica… Tenía la forma de algo que no tiene ningún asunto que tratar en mi vagina.
Avanzamos a un modelo de vidrio, totalmente rígido y con textura granulada (de nuevo, no entiendo por qué alguien querría cogerse algo que puede romperse en mil afilados cachitos), el último modelo en la gama de los 600 cae en la categoría de penes aliens; una cosa larga, verde fosforescente y con una ligera curvatura al final, algo como un champiñón muy alto y flaco… Un desastre el rango de los 600.
—“¿Y vibran?”, —le pregunté intentando verle el lado bueno a la(s) cosa(s).
—“No, señora, por ese precio los dildos no vibran”.
Perdónenme, pero yo estaba bajo la impresión de que vivíamos en una civilización donde las cosas tienen sentido; en la cual la cerveza se sirve fría, México no llega al quinto partido y los dildos siempre vibran.
Al final, me compré un bonito pene con tres modalidades de vibración, estimulación envolvente y color morado… Porque me gusta el morado. El chistecito me salió en 1,500 pesos y en una tarde bastante molesta. En fin, ¿en qué acabó este episodio de “De las aventuras de Jimena y su dildo morado”? Llegué a casa, dispuesta a dar el estrenón de la vida y quitarme el sinsabor de una tarde en la sex shop con el vendedor más grosero del mundo, pero… Claro, #PorqueJimena, se me olvidó comprar las pilas… Al final, para no quedarme con las ganas, lo use así… Sin vibrar.