Él, Él y yo. Los tres juntos hemos resignificado la palabra travesura, el concepto de placer, la idea de complicidad.
Él y yo nos convertimos en compañeros de juegos hace once años. Desde hace 10 lo invitamos a Él a la cama con nosotros… y Él decidió quedarse, no siempre, e ignoramos si para siempre: sí de vez en cuando, cuando nos da por extrañar la textura de su sonrisa.
Antes de encontrarlo tuvimos uno que otro trío fallido. Es curioso, en los asuntos del sexo muchas veces la gente se percibe más atrevida de lo que es y al momento desnudarse se impone la realidad en forma de excusas. Excusas innecesarias: todos poseemos el derecho al arrepentimiento.
Con él fluimos desde el principio. Cuatro de la tarde. Casa de Él. Yo de vestido rojo, botas negras, lencería de cuero.
—Mucho gusto, me llamo Mónica.
—Mucho gusto, Mónica, yo soy Él. Déjame decirte que eres mucho más guapa en persona, que en las fotos.
—Eso se rumora. Gracias.
De la cordialidad pasamos a la lujuria.
Él adelante de mí. Él detrás de mí. Uno ocupado en la sección trasera de mi cuerpo, el otro en la delantera. Bordes de las uñas al filo de mi epidermis. El filo de una lengua al borde de mi lengua.
En el sillón de la sala Él se sienta. Yo me siento encima de Él. Él se sienta en el sillón de enfrente para mirarnos. Ellos no se tocan, son los dos apéndices de este vórtice que tiene mi cara y responde a mi nombre. Así me goza cada uno a su manera, juntos, sin mezclas, complicaciones ni remordimientos.
Tomo posesión de su falo, lo envuelvo en la palma de mi mano. Él gime, echa hacia atrás la cabeza, suspira. Arriba, abajo, lo sorprendo con un lengüetazo. Abre los ojos para mirar cómo me trago aquel explorador de cuerpos que en unos minutos incursionará por primera vez en el mío. Él se masturba con la visión de mí hincada ante su amigo, saboreándolo como si lo amara. Y sí, lo amo por instantes.
—Ven, ponte así.
Él dirige mis movimientos, acomoda mis rodillas en el asiento, mis brazos en el respaldo, hace que descienda mi ombligo, coloca las yemas de los dedos en mi cadera y burla la vigilancia de mi vulva en una estocada veloz. Él no puede aguantar más la tentación. Se dirige hacia nosotros. Se para enfrente de mí.
—Abre la boca.
Obedezco. Me sitian por ambos frentes: uno en la boca, otro entre mis piernas, me convierto en un parque de diversiones acuático, caliente, afrodisíaco. A Él lo excita mirar cómo Él me penetra. A Él lo enloquece ver cómo saboreo a Él.
La siguiente escala es yo acostada a la mitad de la cama. Él se ausenta por unos minutos, los mismos que Él aprovecha para saludar a mi clítoris con movimientos circulares, convirtiéndome por primera vez en aquella tarde en la protagonista de los orgasmos.
Él reaparece, la escena lo empuja a unirse a nosotros. Deglute el sudor acumulado alrededor de mis pezones, los convierte en dulces en sus papilas gustativas. Él recibe desde mis labios la marejada que Él crea en mis pechos: transmutamos en chapoteo, en gemidos a tres tonos, en tres recuerdos simultáneos, en tres percepciones de la misma materia y el mismo espacio temporal.
Él y Él me llevan a un lugar en donde la existencia se reduce al placer, a los poros en hallazgos del frenesí, a Él, Él y yo en una danza muda con la voz de Stacey Kent como música de fondo.
Al final Él y yo nos despedimos de Él con “felicitaciones por tu amante”. Sin promesas, sin metáforas, sin más palabras que un beso profundo y un poético agarrón de nalga.