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A nivel de una leyenda; historias de una mítica cantina

Por: Jorge Arturo Borja 16 Ene 2020
Los más jóvenes se perdieron el privilegio de beber en la primera cantina abierta en México, pero estas líneas suponen un viaje al pasado.
A nivel de una leyenda; historias de una mítica cantina

Nos cuenta Francisco Sedano en sus Noticias de México que a mediados del Siglo XVIII, parte de Palacio Nacional funcionaba como una vecindad que usaban los puesteros de El Parián, mercado de la Plaza Mayor, para guardar sus frutas y verduras. También se podía encontrar ahí adentro una fonda, una panadería y una “botillería” —expendio que permitía el consumo de vinos y licores—, donde recalaban los juerguistas nocturnos.

Con el tiempo, los gobernantes cambiaron el panorama de la ciudad y del palacio, pero no así la inclinación etílica de sus habitantes. De modo que un siglo después, a un costado del mismo Palacio Nacional, en la calle de Moneda 2, se concedió la primera licencia como cantina a El Nivel, el 2 de febrero de 1872.

Era como una máquina del tiempo. El tapete de la entrada decía “Fundada en 1855”, el año en que el Café Correo, que se hallaba en el mismo lugar, cambió su giro a la vinatería que después cerró el presidente Juárez. Fue hasta 1872, que su propietario Carmen Gallegos y Ramírez, pagó veinticinco pesos oro por la licencia para reabrirla. Una copia de este documento se exhibía en un cuadro. En otro, aparecían unos versos: “Grande fortuna es de aquél,/ el que tiene por vecina/ a la afamada cantina/ denominada “El Nivel”.

Debía su nombre a la proximidad con la estatua de Enrico Martínez, que hacía la comparación del nivel de los lagos de la cuenca del Valle de México, situado a contra esquina del local. Años después el monumento fue removido al lugar que ahora ocupa en la esquina de Catedral donde desemboca Cinco de Mayo,  pero a la cantina se le quedó el nombre.

Entre sus clientes y visitantes ilustres pueden mencionarse desde políticos como Porfirio Díaz, Miguel Alemán Valdés, Adolfo López Mateos y Fidel Castro, hasta compositores y escritores como Agustín Lara, Francisco Liguori y Armando Jiménez.

A Francisco Liguori (1917-2003) —abogado, poeta y maestro de varias generaciones—, se debe el aserto de llamar “nivelungos” (no confundir con los nibelungos de la mitología germánica) a los concurrentes asiduos a este centro recreativo, que incluso contaba con su propio coctel, “El Nivelungo”, una combinación de vodka, Pernod y licor de naranja.

Otro de sus parroquianos, Agustín Pumajero Thompson, apodado El Regular, por el rigor con que cumplía con su horario de asistencia a esta cantina, fue un excelso jugador de cubilete y un maestro del albur, pero marcó su huella más indeleble en el mundo al inventar una bebida levantamuertos, la famosa “Patada de mula”, que consiste en el jugo de medio limón, dos copas de tequila blanco, un chorrito de ron y media cerveza negra de barril en tarro frío, cubierto por abundante espuma.

Era un museo interactivo repleto de pinturas, dibujos y fotografías, que tenía un reloj cuyas manecillas corrían en sentido inverso y un teléfono de los años treinta. Ahí conocí a Armando Jiménez (1917-2010), arquitecto e ingeniero del Poli, autor de la famosa Picardía Mexicana y cronista de los Lugares de gozo, retozo, ahogo y desahogo en la Ciudad de México, como dice el título de uno de sus libros.

Mientras lo esperaba me imaginé que a sus 86 años, vendría en silla de ruedas; pero cuál sería mi sorpresa al encontrarme con un señor alto y flaco, de espalda erguida, con gorra roja y bigote cano, pantalón de mezclilla y guayabera; un hombre con gestos de juez olímpico, pero con vocación de desmadroso de barrio. A mano alzada y con media sonrisa respondía al saludo de quienes lo conocían, desde el dueño Rubén Aguirre hasta el mesero Rogelio Frausto, a quien apodaban El Colosio por su parecido con el malogrado candidato presidencial. Don Armando se desplazaba entre las mesas con el ritmo de un bailarín de danzón, de piernas un poco arqueadas pero con la suficiente agilidad para esquivar meseros apurados, de camisa blanca y corbata de moño, que se atravesaban con charolas de botana.

Al calor de las cubas me comentó que una de sus ocupaciones eran las visitas guiadas por los antros del centro; que empezaban en El Nivel y acababan en Garibaldi. Así repetía los mismos recorridos cantineros que había hecho seis décadas antes con su primo José Alfredo Jiménez y el recorrido de salones de baile que había conocido en compañía de su amigo, Adalberto Martínez Resortes. Don Armando me aconsejó que la mejor manera de hacer crónica era andar a pie viendo, oyendo y acordándose de todo.

Volví cuatro años después, en enero de 2008, a intentar rememorar aquella tarde, y me encontré un letrero en las cortinas de El Nivel, que decía: “Cerrado por remodelación. Hasta nuevo aviso”. Así se terminaron 136 años de una leyenda viva de nuestra ciudad.

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