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RECUERDOS DEL WAIKIKÍ II

Por: Jorge Arturo Borja 31 May 2018
Don Jorge Ábrego, periodista de la vieja guardia, me sigue contando sus andanzas en el México de los cincuenta. “Cuando […]
RECUERDOS DEL WAIKIKÍ II

Don Jorge Ábrego, periodista de la vieja guardia, me sigue contando sus andanzas en el México de los cincuenta. “Cuando terminé la carrera de abogado, Perla, la muchacha del Waikikí, me invitó a cenar a un restaurante de postín. Me acuerdo que pidió varias copas, no del ponche con piquete que acostumbraba en la Guay, que así le decían al Waikikí, sino de un brandy finolis que le pegó muy rápido.

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POR JORGE ARTURO BORJA @jaborjal50

—¿Y ahora qué piensas hacer, ya convertido en todo un señor licenciado?— me preguntó ella.

En ese momento le di evasivas, pero en el cocodrilo, el taxi que nos llevaba de regreso, me armé de valor y le aclaré:—Me voy a regresar a mi tierra.

—¿Y yo?— me dijo ella con un tono de tristeza que pensé que iba a llorar.

—Pues nos vamos a escribir y cada que regrese a México te voy a buscar.

—¡Qué crees que soy el pañuelo donde nomás te viniste a sonar el nabo!

Me dijo hasta de lo que me iba a morir con un lenguaje tan soez que el taxista nos pidió que nos bajáramos. Como estábamos cerca de mi edificio apuré el paso y estuve a punto de cerrarle la puerta en las narices, si no es porque ella puso el pie y se metió a empujones. La vi tan enfurecida, le juro, tocayo, que corrí hacia las escaleras. No quería que los vecinos se fueran a despertar con el escándalo. Ella me persiguió y entre el primer y segundo piso se quitó una zapatilla y comenzó a golpearme con el tacón en la cabeza. Por puro reflejó la empujé y cayó rodando por los escalones hasta quedar en el suelo, como muñeca de trapo.

La fui a levantar.

—Mi amor, despierta… por favor, cariñito— le dije, pero no respondía. En los pasillos no había luz y tampoco se oía ningún ruido. Ni el de su respiración. Esa madrugada no se me ocurrió más que ir a despertar a los compañeros con los que vivía en el quinto piso. Enrique y Raúl bajaron conmigo a ver a Perla. Raúl le tomó el pulso y luego dijo con la mayor frialdad:

—Está muerta, hay que llamar a la Cruz Roja.

—Mejor vamos a subirla al departamento— dijo Enrique, el mayor de nosotros, quien ya trabajaba en un bufete jurídico y era la voz de la experiencia.

Así que mientras Enrique se adelantaba para advertirnos si había alguien, entre Raúl y yo la llevábamos abrazada, como si viniera muy cuete. Yo sentía que se me salía el corazón y que los vecinos nos observaban por las mirillas de las puertas.

Cuando llegamos al departamento, Enrique se adelantó a servir tres copas de mezcal. Después de depositar a Perla en el sillón las bebimos como agua. Entonces Enrique dijo con la mayor lucidez:

—Compañeros, como estudiantes de Derecho ustedes saben que quien apoya la comisión de un delito resulta cómplice del mismo. Y como los tres hemos ayudado a subirla, estamos en problemas. No quiero juzgar a nadie, sino encontrar la mejor solución. Y como a esta señorita ya no habrá manera de revivirla, les propongo que la llevemos al balcón y desde ahí la soltemos. Podemos decir que estuvo bailando y bebiendo con nosotros y que luego quiso asomarse a vomitar, pero perdió el equilibrio…

—¿Y qué hacemos si llega la policía?— preguntó Raúl.

—Podemos recurrir al soborno, pero antes llamamos a los contactos que tenemos en el Ministerio Público— dijo Enrique. —¿Estamos de acuerdo, compañeros?— los dos asentimos y chocamos las copas.

Encendimos el tocadiscos para que los vecinos oyeran una reunión. Yo me quedé mirando a Perla, así despeinada, con el rímel y el maquillaje corridos, aún se veía riquísima. Luego me acerqué a subirle la falda que tenía por encima de las rodillas.

—¿Estamos listos?— preguntó Enrique. Y justo cuando Raúl la agarraba de las muñecas y yo de los tobillos para llevarla al balcón, Perla abrió los ojos.

—¡Órale, cabrones, qué me están haciendo?— exclamó con una voz fuerte que nunca voy a olvidar. Casi se nos vuelve a caer del susto, pero la devolvimos al sillón. Todos aplaudimos aliviados. Yo la cubrí de besos. Enrique le ofreció un mezcal y seguimos la fiesta hasta que amaneció.

—Perdón, tocayo, pero ya no me acabó de contar del Waikikí.

—Pues no hay mucho que añadir. Al año siguiente, en el 55, Uruchurtu, el regente de la ciudad, clausuró el Waikikí en una campaña de moralización. Dos años después, en julio, un terremoto tiró la construcción donde estaba ese famoso cabaret.

De Perla nunca volví a saber nada. Se acabó aquella vida tan intensa”.

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