Por una vida sexy: Sex on the beach

Mis mejores historias de sexo han sucedido alrededor de una mesa. Sentada junto a la de un restaurante de mariscos escuché por primera vez la declaración de intenciones del amor de mi vida. Debajo de la de una comida formal mis pies perdieron la virginidad masturbatoria mientras mi boca sonreía con inocencia. En la de un bar de Acapulco abrí las piernas para que un desconocido, creo que de nombre Manuel, hiciera a un lado mi tanguita rosa fluorescente y me penetrara al calor de los besos, la situación de incógnita, los estrobos y la oscuridad.

Sucedió durante un viaje de despecho para mí y de alegría para la anfitriona: una amiga de mi hermana que se iba a casar y eligió el puerto de la bella bahía de Santa Lucía para despedirse de la soltería. Yo fui invitada por lástima, acababa de terminar con mi novio poeta-narcisista-mujeriego-voz de Leonard Cohen y a mi familia le urgía llenarme de distracciones para disminuir el riesgo de una reconciliación; ignoraban que yo ya no iba a dejarme seducir. Si tengo alguna virtud, es la de no enamorarme de las piedras que me hicieron tropezar.

Las amigas de la pobre incauta amiga de mi hermana formaban un grupo con historias de juventud dignas de libro de cuentos pornográficos. Sus salidas nocturnas consistían en competir para ver quién se cogía a más hombres, o mujeres, en una sola noche y narrarse los mejores a la hora del almuerzo, entre chilaquiles picantes y sueros para la cruda.

Sin imaginarlo, ni ellas ni yo, fueron mis mentoras de liviandad; si ellas se tiraron a la tercera parte de los individuos del país y aun así se casaron con señores que les pagaban varios viajes a Europa al año, tenían hijos en escuelas de esas que aseguran las puertas del futuro y no debían mantener a un patán que las tachaba de inútiles, entonces yo podía eliminar mi milenario miedo a ser una solterona con mala fama y sucumbir al llamado de mi humedad.

Noche de sábado. Baby’O. En armonía con mis pocas ganas de volver a arriesgarme en el amor o una simple atracción, me puse a bailar sola junto a la mesa de la comitiva de la novia; tampoco era ya interesante la conversación, las historias de lujuria narradas con mediocridad aburren pronto y yo necesitaba dejar de pensar en mi tema recurrente y obsesivo de los meses anteriores, situación imposible si me la pasaba escuchando de penes expertos, señores mentirosos y palabras seductoras.

A los cinco minutos apareció Manuel. Yo vestía de minifalda roja y blusa negra; él de pantalón rojo y camisa negra: ese fue el inicio de la plática, la atinada coincidencia de nuestros atuendos. Me puso la mano en la cintura al acercarse a darme el beso de “mucho gusto” y ahí supe que el desenlace más probable sería su incursión en mi cuerpo. Mi cintura es radar perfecto de compatibilidades sexuales.

Bailamos unas cuantas canciones, Nos sentamos a beber algo. Uno frente al otro, mis rodillas entre las suyas. Estiró los brazos para atraerme hacia él, era inminente el contacto de nuestras lenguas. Cerré los ojos para exorcizar el sabor del ex. Estos labios también eran poesía.

Bajó las caricias hacia la espalda, los muslos, las rodillas, cambió de posición nuestras piernas, quedó parado entre las mías, abiertas. Las yemas de dos de sus dedos encontraron mi clítoris, atravesaron mi vulva; queda- ron empapados. Se los llevó a la nariz, después a mi boca.

Le desabroché la bragueta. Su verga rebotó. Abrí un poco más las piernas, sentí el trayecto del glande por mi vagina. El de llegada y el de salida. Para los demás éramos una pareja en un abrazo demasiado estrecho. Para mí fue el hombre, fugaz, que puso el primer ladrillo de mi nueva dignidad. Con orgasmo incluido.