Estoy caliente, ¿me ayudas a escribir mi próxima columna para Playboy?”, pregunté. Mi antojo masculino más reciente tardó en tocar el timbre de mi departamento menos de 15 minutos, y eso que vive al otro lado de la ciudad.
Reapareció en escena hace poco, después de unos cinco años desde la primera vez que atravesamos juntos la puerta de ese hotel de amores subrepticios en la que se masturbó hasta el orgasmo mientras yo le recitaba al oído aquel texto que le escribí cuando manifestó interés por conocer esas partes de mi cuerpo que la ropa oculta. Y eso que, con mi manera de vestir, no son tantas.
Como nada más teníamos una hora y media para jugar decidimos dejar la conversación para alguna próxima vez.
Me sentó a la orilla de la cama. Yo traía un vestido negro, escotado, de tela convenientemente elástica, de los que parecen muy decentes hasta que el contraluz revela las curvas de los muslos. Él se hincó frente a mí. Con las manos alrededor de mi cuello colocó pequeños besos en las comisuras de mi boca, en la barbilla, los párpados, el cuello. Dejó mis hombros al descubierto para continuar en el omóplato del lado izquierdo. Los poros de mis pantorrillas como alfileres abrieron quince grados más el vértice de mis piernas. Repitió la operación en mi omóplato derecho con similares resultados.
Bajó la trayectoria de sus labios hacia la línea entre mis tetas, muy juntas por el bra con relleno qué elegí para el momento. Sumergió la nariz para respirarme profundo y siguió su camino de saliva con rumbo hacia mis pezones. Se entretuvo en el izquierdo mientras con la mano derecha aprovechó para meterse en mis bragas y hacer la medición pertinente de humedad. No pudo controlarse y sumergió el dedo medio ahí donde mi piel le dio permiso.
Puso las manos a ambos lados de mi cadera. “Estás preciosa, ¿qué voy a hacer con tanta mujer”, preguntó. “Yo tengo varias buenas ideas”, respondí. Suspiró en medio de la risa. Rugió. Me impulsó hacia atrás, reprodujo el performance de los besitos ahora en mi vulva, su lengua hizo espirales en mi clítoris mientras las yemas de sus dedos acariciaban la superficie de mí a su alcance. Una almohada en mi cabeza me dejó ver el espectáculo de su rostro encajado en mi pubis. Una cosquilla dulce se expandió hacia el ombligo, las nalgas, los tobillos. Rugí.
Qué bonito es cuando un hombre se esmera en hacerte sentir bonito; cuando tiene la vocación del deseo, del placer, de la gratitud por la belleza y los orgasmos compartidos, y no nada más quiere usarte como muñeca inflable sin voluntad ni derecho al deleite. Así sí que dan ganas de ejercer la reciprocidad.
Me tocó el turno de explorarlo. Su espalda en la sábana blanca. Lamí labios, lóbulos de las orejas, manzana de adán, vientre. Sin más preámbulo tragué su glande hasta la garganta. Arriba, abajo, arriba, abajo, bucle. Sus pies temblaron.
Lo monté para terminar la conquista de su territorio. Colonicé su existencia con mis pechos desde la frente, me metí la erección al cuerpo, ejecuté una danza previa a la poesía. Acerqué mi voz a su oído derecho para satisfacer aquella fantasía latente desde que supo de mi existencia.
Transmuté en palabra. Él transmutó en la personificación del gozo. “Te deseo con indecencia prohibida. Quiero ser el rostro de tu culpa, tu secreto mejor guardado, la ternura clandestina de tus insomnios en una cama forastera cualquier jueves al mediodía: mi hora favorita para quebrar las leyes del amor”.
¡Larga vida a este amante pecaminoso al estilo “el sexo es sucio solo si se hace bien”! (gracias por la idea, Woody Allen).
Indecencia prohibida
A veces las musas no aparecen y hay que invocarlas. Hay que tener siempre el número de la persona correcta para liberar a nuestros demonios.