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Extasionamiento: nunca estuve con una prostituta

Por: Arturo Flores 20 Ene 2020
Cuando se contrata a una mujer o a un hombre que intercambian placeres sexuales por dinero, el juego de la seducción se extingue porque el resultado está garantizado en la medida que se cubra el importe.
Extasionamiento: nunca estuve con una prostituta

A los 13, la mujer me parecía un misterio impenetrable. Literalmente, porque entonces mis escarceos amorosos se reducían a pasarle una mano bajo el corpiño a mi vecinita Maritza, para tentar el suave terreno donde algún día habrían de crecerle los senos.

Mis primos mayores me llevaron a Sullivan. La avenida por antonomasia donde se ejercía la venta de placer. No era nuestra intención contratar a una estoica guardiana de la noche, porque nuestro presupuesto apenas alcanzó para ponerle un cuarto de tanque al viejo Dodge Dart (Vader), comprar una Viñareal tamaño familiar y bajárnosla con una bolsa de Sabritones.

Familiar como la Viña, también fue aquella expedición en la que Alonso, que iba de conductor, se formó detrás de una interminable fila de automóviles abordados por urgidos frascos humanos de esperma, ávidos de expulsión.

–¿Cuánto por desquintar a mi primito? –pronunció entre carraspeos Juan, otro de los hijos de mi tía, escupiendo de paso las frituras

El importe de mi inocencia me pareció descabellado. Porque no comprendía que lo que la mujer, aquella señora que debía tener 27 años (en mi pubertad esa cifra me parecía más lejana que el sistema solar Alfa Centauri), no estaba cobrando por desvirgarme, sino por hacerme el mejor obsequio del mundo: el descubrimiento del cuerpo femenino.

Pero no.

La tan anhelada inauguración genital sucedió con una novia universitaria (sí, en la Universidad, ¡te fallé Hugh Hefner!), acurrucado en los brazos de la fiebre como dirían los Héroes del Silencio, en medio de una monumental borrachera.

Sin embargo, la idea romántica de la puta, la meretriz, la prosti, permaneció enlatada en la alacena de mi imaginación hasta que llegué a la edad adulta.

Me preguntaba que se sentiría ser un cliente. Me hice las mismas pajas (mentales) que en algún momento nos tejemos todos los hombres. Yo sí la haré sentir un orgasmo. Podría hacer que se enamorara de mí.

Una tarde de rebotes festivo-oficinistas , el Sando, un compañero de escritorio, y yo concluimos nuestras expediciones bohemias en un desaparecido table-dance de la Zona Rosa. El Capitolio, llevaba por nombre. En la parte de en medio se había colocado un tubo metálico que conectaba el Cielo con el Infierno. A través de él, escurrían como jalea las acrobacias de las bailarinas. Me hice amigo de una de ellas.

–Te cambio un poema por tu número telefónico– le dije, extendiéndole una servilleta en la que previamente había garrapateado un par de líneas mientras la contemplaba subir y bajar por aquel cilindro ensalivado al ritmo de Mutter, de Rammstein.

–¿De verdad crees que te voy a dar mi verdadero teléfono? –respondió.

–¿De verdad crees que te puedo escribir poesía?

Apostamos y ambos teníamos mucho que perder.

Pero a ella le fue peor, porque mis versos seguramente eran malísimos, pero su teléfono resultó ser auténtico.

Salir con una mujer con hábitos vampíricos era más complicado de lo que creí. Dormía de día para poder subir al tubo por las noches. Una vez la sorprendí inhalando coca en su regazo mientras yo iba manejando. Me pedía que la invitara a cenar a la misma hora en que yo me estaba preparando el desayuno.

Una vez nos besamos. Sólo una.

–Si quieres algo más, te va a costar –me advirtió.

Tenía para pagar, pero no me apetecía. Entonces resolvimos ser sólo amigos, hasta que el pitcher de la vida nos lanzó en diferentes direcciones.

Dice el filósofo francés Joseph Antoine René Joubert que el placer de la caza radica en la espera. Cuando se contrata a una mujer o a un hombre que intercambian placeres sexuales por dinero, el juego de la seducción se extingue porque el resultado está garantizado en la medida que se cubra el importe.

No lo juzgo, pero quizá hay algunos que preferimos que la cacería siga representando la acción de lanzar una moneda al aire que no necesariamente tenga dos caras ganadoras.

Aún soy muchachito imberbe (por mucho que hoy sí use barba) para el que la mujer representa el más hermoso e indescifrable episodio de La Dimensión Desconocida.

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