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Extasionamiento: hagamos una porno

Escrito por:Arturo Flores

Tres veces me grabé. Parafraseando a Paquita la del Barrio, la primera por coraje, la segunda por capricho y la tercera por placer.
No. La verdad es que las tres se debieron a la calentura, a la excitación que a los seres humanos nos gobierna y nos impide actuar más como sapiens y menos como homos. Si de verdad los hombres pensamos con el glande, debo decir que el mío no ha sido el mejor de los consejeros. Siempre me coloca a la orilla del precipicio y por lo general, se lanza primero que yo a explorar los fondos del abismo. Pero tampoco se lo reclamo. De no haber sido porque su cuerpo cavernoso se ha
hinchado de sangre, vaciando casi en su totalidad mi cerebro, seguramente habría actuado con mucha más prudencia y ahora mismo no tendría nada sobre qué escribir esta columna.

Siempre tuve la inquietud de hacer una porno, como creo que nos pasa al 99% de los hombres. Un perverso Pepe Grillo son aconseja desde el hombro, que sería buena idea exhibir nuestras piruetas sexuales en HD, convirtiéndolas en un espectáculo para divertir a las masas, aunque las únicas ídem que se interesan sean las que nos impiden entrar en los pantalones.
Linda. La razón me asiste cuando digo que ese nombre al mismo tiempo le servía para identificarse, pero también la describía. Estaba casada. Pero su marido y ella practicaban una sexualidad liberal que les impedía caer en el fango de la monotonía. Un día me la soltó como se sueltan los disparos que matan: a quemarropa.
–Mi esposo quiere que me grabe cogiendo con otro. Le dije que lo haría contigo porque
eres alguien a quien le tengo muchísima confianza. Te lo comunico (todo se arregló por
teléfono) para que te explique.
Lo que me él me dijo me residenció aún más en los terrenos de la sorpresa.
–Vayan a un hotel. Le daré una cámara a Linda para que se graben. Quiero sexo oral, besos, todo. Grabas una hora y después, aprovechas la segunda –me sugirió con la frialdad de quien tiene que buscar la palabra celos en el diccionario para conocer su significado.
La única condición que puse es que no grabaría mi rostro. Antes de pasar por Linda a su trabajo, conduje cerca de la Arena México y me compré una máscara de luchador. No diré cuál para que, si acaso el resultado de mis acercamientos con el porno se filtró a la usanza de WikiLeaks, no tengan la certeza de que se trata de mí.
Nos encerramos en una habitación de hotel. Atendimos de forma meticulosa, meti-culosa, me-ti-cu-lo-sa, las órdenes de nuestro director a distancia y salimos de ahí tan amigos como siempre. Al día siguiente mi teléfono sonó. Era el marido de Linda. Por un segundo imaginé que se habría arrepentido de su propia fantasía y amenazaría con despellejarme vivo para hacerse un traje como el Buffalo Bill de El silencio de los inocentes, pero en vez de eso, me dio las gracias.

–Les quedó poca madre, el video– expresó complacido– lo mejor de todo es que ella grita muchísimo.
Recuerdo que por un momento bajé la mirada. Ahí a donde las malas decisiones masculinas se agolpan detrás de la bragueta en espera de ser liberadas y susurré:
–La libramos, comparsa.
De la siguiente tengo que presumir que alguien pagó por ver. Ella era actriz porno y a veces vendía pequeños clips grabados con su celular. Personalizados. A petición de sus clientes, Sasha (obvio no se llama así, pero le quise rendir un tributo a la Grey) podía hacerle una felación a una zanahoria o dejar que alguien le obsequiara un suculento cream pie. Dícese del acto en el que el varón eyacula dentro de la vulva, pero después la mujer expulsa la simiente asemejando al momento en que uno parte con el tenedor un pastel con betún.

Mi encomienda fue penetrarla mientras Sasha quedaba en cuatro y así pudiera registrar la escena desde la (in)comodidad de una toma en contrapicada. Pero ella era muy joven y elástica, igual que uno de Los 4 Fantásticos. No salió mi rostro, únicamente mi comparsa en primer plan. El peor de mis asesores. Lo último que supe es que el cliente pagó, satisfecho de nuestra filmación amateur.

La última vez fue más bien simpática. Había colocado la laptop cerca de la cama pero lo suficientemente lejos como para que de una mala patada de kung-fu no la fuéramos a tirar. Me encontraba como deberíamos estar todos los hombres delante de un coño, arrodillado, cuando de sus tibios interiores brotó un escandaloso squirt… con tan buen tino que fue a empapar precisamente el ojo de mi computadora. Cuando la protagonista de aquel húmedo atentado contra la tecnología y yo limpiamos la laptop –a la que consideré perdida, aunque por fortuna sobrevivió al baño de placer– nos reímos a más no
poder.

De las tres experiencias recojo una enseñanza. Si bien los formas de los seres humanos de pie distan mucho de la perfección con la que los griegos cincelaron a sus estatuas, algo animal, kinky, excitante, existe en la idea de ser un actor o una actriz porno amateur. Hay quienes disfrutamos por igual mirar que ser observados.

Tres veces me grabé. Pero no puedo asegurar que hayan sido las últimas.
Mi inseparable comparsa no ha parado de sugerirme que lo hagamos again.

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