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Extasionamiento: fornicar en el baño

Escrito por:Arturo J Flores

Los nombres serán cambiados para proteger la identidad de los involucrados.

—Me metí con Empédocles al baño— me cuenta mi amiguita Rosarito.

—¿Y qué pasó? ¿Cogieron?

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—Estaba muy peda y no me acuerdo. Pero él (Empédocles) ya me confirmó que no. Literal me dijo: “a la mera hora no quisiste, mejor me la chupaste y terminé en tu carita”.

Algunas personas tenemos una compleja relación con el sanitario. Una especie de fijación oral (Shakira dixit). No hablaré —no esta vez cuando menos— de lluvia dorada, coprofilia o misofilia, entendida esta última como la inclinación erótica por los fluidos corporales y la suciedad, la que nos obliga a algunos, me confieso entre ellos, a aspirar la ropa interior de la destinataria de nuestro deseo, igual que un adicto lo haría con su estopa remojada en gasolina. En efecto, hay quienes buscamos el pulso vital en una tanga usada, con el placer del buzo que respira confortablemente en el interior de una escafandra.

Pero no.

Estas líneas se refieren a la pasión y la ocasión de coger en un baño.

Escribió el desquiciado poeta Antonin Artaud: “Pues mi ser es bello pero espantoso. Y sólo es bello porque es espantoso. Espantoso, espanto, formado de espantoso”.

Así de paradójico es dejarse llevar por el instinto sexual en el mismo sitio donde los seres humanos depositamos esos desechos corporales a los que, como los personajes de Harry Potter a Voldemort, nadie quiere llamar por su nombre. Porque el sexo es sucio, pero más impúdica es la imagen de una persona que vacía sus intestinos. Al final, los mismos órganos que usamos para tener orgasmos, nos sirven también para deshacernos del exceso de líquido y sólidos del organismo.

En ocasiones, no hay de otra que coger en el baño. Cuando las habitaciones de la casa han sido ocupadas, no queda de otra que encerrarse en el W.C. y dedicados a realizar piruetas circenses, encontrar acomodo entre el lavabo y el excusado, o bien de pie en la regadera, para golpearse las pelvis igual que dos (o tres) bisontes en brama. Y experimentar el placer de los testículos que se descalabran contra un par de nalgas.

En mi fiesta de cumpleaños número 27 hubo sexo, drogas y rock and roll. Lo celebré en un bar de la colonia Guerrero. El mismo del que —me enteré cuando compartí una cerveza con el dueño— era cliente el tristemente célebre Caníbal de la Guerrero. Un asesino serial con ínfulas de poeta que leía sus versos, micrófono en mano, en el mismo tugurio que yo elegí para celebrar que no fui una estrella de rock que se quitara la vida a la misma edad que Janis Joplin y Kurt Cobain.

Contraté a una banda de covers integrada por cuatro deslumbrantes chicas instrumentistas. Tatuada una de ellas como encarnación humana de la Capilla Sixtina. Dueña, otra, de una melena rojiza que hubiera podido iniciar un incendio equivalente al del Lobohombo. Una letal Lolita en la batería y una cantante de formas discretas, pero armada con una mirada capaz de detener un trueno.

No fui yo, sin embargo, sino mi novia de entonces la que se prendió con la visión de las cuatro Afroditas rockeras. Sin que lo esperara, me siguió hasta el baño del bar. Me empujó hacia dentro como el diablo me habrá de meter un día al infierno y me regaló de cumpleaños un furioso fellatio. Digno de una vampira que me quisiera dejar vacío de sangre.

Pateé. Grité hasta quedarme ronco. Casi me convulsiono. Experimenté un orgasmo brutal porque minutos antes, ella y yo habíamos compartido un cigarro de mariguana que disparó hasta el cielo nuestras sensaciones.

Por fortuna, los tamborazos de la banda de rock opacaron el soundtrack de nuestra propia película porno.

No ha sido la única vez que he tenido una aventura en lo que suele ser el territorio más pequeño de cualquier casa o negocio. El baño.

En la Universidad, otra novia y yo le rompimos el lavabo a un amigo durante una fiesta.

Hasta la fecha, la anécdota sale en la conversación cuando los excompañeros nos reunimos. Se vuelven a doblar de la risa cuando me evocan saliendo del sanitario, con los pantalones mal puestos y mojado de pies a cabeza porque el grifo explotó cuando apoyé a mi ex sobre la cerámica del lavamanos. Igual que en las películas porno.

Lo peor de todo es que, a diferencia de lo que hice yo con Empédocles y Rosarito, a nosotros no nos cambian los nombres.