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Extasionamiento: el extraño caso del rascador de pies

Por: Arturo Flores 17 Ene 2020
Se habla y se escribe de fetiches, pero en pocas ocasiones se ven en todo su esplendor. Aquí si fuimos testigos de un caso de podofilia, o amor a los pies
Extasionamiento: el extraño caso del rascador de pies

–¿500 pesos por dejarlo rascarte los pies?

 –Sí. Rascarlos, acariciarlos, cosquillas, de todo.

Comenzó con un comentario casual, en la búsqueda por una nueva historia de sexo para contar. Había ido a beber absenta al departamento de un matrimonio swinger, disfrutado de un striptease a través de WhatsApp y asistido a una clase de sexo oral dirigida por una pornstar. Pero nunca antes me acerqué a una historia de Podofilia, esta curiosa fascinación sexual por los pies, practicada lo mismo por Luis Buñuel, Andy Warhol o Marilyn Manson y que Freud explica –como siempre– en la relación que el niño tuvo con la madre.

Hatsumi me buscó para decirme que un desconocido hizo contacto con ella por Facebook. Le ofreció dinero a cambio de dejarlo tocarle los pies. Sólo los pies. Para que no desconfiara y pensara lo peor podrían verse en un sitio público. Un parque, por ejemplo. De manera que se sintiera en libertad de correr si algo no le gustaba.

Yo la acompañaría con una doble encomienda. Cuidar que el extraño no extendiera sus perversos avances más allá de los tobillos de Hatsumi y recoger los detalles del curioso encuentro, para redactar esta crónica.

Nos apersonamos un miércoles a las 5 de la tarde en el Parque México de la Condesa. Antes de llegar convenimos llegar separados para que el Señor Pollo no sospechara que veníamos juntos. Así lo bautizamos por el parecido asombroso que el sobador de pies guardaba en su fotografía de perfil de Facebook con el tipo que en la secuela de Toy Story pretende vender al Comisario Woody como juguete de colección.

Hatsumi se había puesto unos zapatos abiertos de tacón, tipo sandalia, para facilitar el movimiento. Fue en lo primero que el Señor Pollo, que en persona ya no se parecía tanto a una animación de Pixar, clavó los ojos. No era la suya una mirada lúbrica y morbosa, sino la juiciosa y llena de curiosidad, como la del naturalista de National Geographic que por casualidad se topa con una especie de saurio que la comunidad científica consideraba extinta.

Yo, a mi vez, los observaba con detenimiento desde el anonimato que brinda ser uno de más de los millones de chilangos que a diario sobreviven en las calles. Me sentía como el agente encubierto de alguna película de serie B. Estaba preparado para saltar encima de aquel admirador de extremidades inferiores si en sus planes figuraba pasarse de lanza con mi amiga, pero debo reconocer que en el fondo rezaba para que aquello no fuera necesario. Lo había medido y no sería tarea fácil derrumbarlo.

Hatsumi y el Señor Pollo caminaron hacia dentro del parque como un par de amigos que se hubieran quedado de ver para charlar. Aunque los seguí a una distancia prudente, hubo detalles que la vegetación del parque sumado a mi miopía, me impidieron apreciar. Los conozco porque ella me los platicó.

Se sentaron en una de las bancas y él le pidió amablemente que subiera los pies para acomodarlos donde tuviera irrestricto acceso a ellos. Como cuando Jesús le lavó las plantas a sus apóstoles. La descalzó y sacó de su mochila una pequeña cajita de accesorios: instrumentos que mi amiga descubriría después sirven para rascar, acariciar y hacer cosquillas. El Señor Pollo comenzó a trabajar sobre las plantas y los dedos de mi amiga. Le pasó plumas de aves, objetos puntiagudos y hasta una especie de lima al tiempo que le iba “interpretando” cierto rasgos de sus pies. Igual que el adivino que se concentra en las líneas de la mano, el Señor Pollo parecía ser capaz de leer el destino en la Matrix bajo los zapatos.

Yo intentaba acercarme lo más posible en caso de que Hatsumi necesitara de mi ayuda. Pero se le veía cómoda, mucho más interesada en la propuesta que aquel extraño sujeto le realizaba, que en las manipulaciones que sufría desde el talón hasta el empeine. Según me dijo más tarde, en ningún momento aquella sesión pareció adquirir el menor tinte de sexualidad. Parecía una visita al aire libre con un curioso podólogo iluminati.

Después de 45 minutos y cuando ya estaba yo instalado en un aburrimiento aplastante, Hatsumi bajó los pies de la banca. Volvió a colocarse las sandalias y se despidió del Señor Pollo. Cuando se alejó, me acerqué para que me contará qué es lo que había sucedido. Entonces me dijo lo de la interpretación de sus pies y la sensación de cosquillas que aquel sujeto había intentado generarle, aunque nunca le provocó carcajadas.

–Bueno, ¿y te pagó?

–No, me dijo que esto apenas era un casting. Tengo que hacer una película en la que me van a hacer cosquillas muy intensas en los pies. Dice que algunas personas se ponen a llorar. Si aguanto, entonces me pagan.

Hasta el momento, no se ha animado.

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