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Elogio de las cantinas: Cantinas y escritores I

Por: Jorge Arturo Borja 14 May 2024
Las cantinas desde siempre han sido refugio natural de escritores. Muchas páginas gloriosas de la literatura y el periodismo se han engendrado al frente de una barra.
Elogio de las cantinas: Cantinas y escritores I

Las cantinas desde siempre han sido refugio natural de escritores. Muchas páginas gloriosas de la literatura y el periodismo se han engendrado al frente de una barra. El texto político más influyente del siglo XIX y parte del XX, El Manifiesto Comunista, fue pensado y escrito por Carlos Marx y Federico Engels en 10 días, entre los debates de la Liga Comunista y las pausas para bajar a refrescarse a la taberna Red Lion que se encontraba justamente debajo de la sede del Segundo Congreso del partido comunista en 1847. En México, se dice que partes de nuestro poema nacional La Suave Patria, fueron escritas por su autor Ramón López Velarde, en una de las mesas de la antigua Rambla, en Bucareli y Cuauhtémoc en 1921. Así también Renato Leduc, el poeta color permanganato, escribió su Prometeo Sifilítico en los gabinetes de La Puerta del Sol, a principios de los treintas.

La cantina y las redacciones pueden considerarse como el hábitat de periodistas y escritores. Cada nueva generación de creadores busca su punto de reunión en alguno de los templos de Dionisos. Los modernistas primero lo hallaron en al Bar de Peter Gay en Plateros y después en el famoso Salón Bach; los de la Generación de la Revista Taller en varios bares del centro, y los narradores y periodistas de los setentas fundaron la Liga de Artistas y Borrachos del Salón Palacio; décadas después una nueva generación frecuentó la tertulia del Salón Montmartre.

Se ha culpado injustamente a las cantinas de acabar con la vida de varios autores valiosos cuando en realidad estos centros de solaz y esparcimiento solamente han contribuido a relajarlos y a que puedan socializar con sus pares de oficio en una actividad, por lo general, tan solitaria. Entre las mesas y los tragos se encuentran motivos para escribir y, en ocasiones, las chispas de inspiración que incendian la inteligencia.

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Venga a la memoria la presencia del modernista Bernardo Couto Castillo. Asiduo visitante del Salón Bach, Couto había regresado de Francia a los 16 años, deslumbrado por la literatura y vida bohemia de la Ville lumière. Apenas saliendo de la adolescencia se dedicó a dos cosas, a escribir hasta publicar un libro de cuentos, Asfódelos, a los 18 años, y a vivir intensamente las experiencias de un decadentista que había nacido en pañales de oro.

Su contacto con el grupo de la Revista Moderna, además de permitirle la publicación periódica de sus narraciones, le granjeó la amistad de personajes de la literatura como Ciro B, Ceballos, Alberto Leduc y Juan José Tablada, quienes de alguna manera le apadrinaron un estilo de vida sumamente disipado que alternaba el frenesí de la escritura con la combustión del coñac, el ajenjo, el opio y el hashis. Apenas llegando a los veinte años, Couto, o Coutito, como lo apodaban, ya había rebasado a sus mentores, verdaderos coyotes noctámbulos, en el conocimiento de la bohemia del México finisecular. Dicen que se alimentaba regular- mente de pepitas, pero bebía los más finos brebajes. En su crónica El Bar, La vida literaria de México en 1900, Rubén M. Campos lo retrata como un espectro surgido de la peor resaca, que entra al bar donde Jesús E. Valenzuela, su amigo cuarentón y cofundador junto con Couto de la Revista Moderna, lo recibe con una copa de coñac, hielos y ginger ale, para ofrecer al enfermo el único remedio posible para volver a la vida a un intoxicado de alcohol. El orador Jesús Urueta “veía aterrado al pobre niño que llevaba el vaso a la boca con manos temblorosas, el primer síntoma del delirium tremens, y bebía ávidamente hasta agotar el brebaje salvador y clamaba con voz sorda -¡Esto no es posible! ¡no es posible! -mientras pasaba su mano piadosamente por los cabellos floridos de la víctima, la cual empezaba a re- accionar con una risa nerviosa, con la mirada acuosa, la boca hinchada y desgarrada, hasta que por el prodigio de la juventud volvía la sangre a circular y a vigorizar generosamente el corazón, ¡y el etilismo volvía a empezar!”

Los afanes decadentistas de Couto lo llevaron a vivir al Hotel del Moro con una daifa de nombre Amparo que de noche lo acompañaba en sus farras y de tarde ejercía como sacerdotisa de Venus mientras el joven veinteañero departía con sus amigos literatos. Se cuenta que un día en que el papá de Bernardo Couto, el abogado del mismo nombre, comentaba que el estilo de escritura de su hijo iba a provocar que decomisaran sus libros y lo procesaran, el ingenioso Juan José Tablada le respondió:

—Eso no importa, quedara libre en el acto.

—¿Por qué? —preguntó don Bernardo.

—¡Porque ya tiene el recurso de Amparo! -respondió Tablada refiriéndose a la “novia” de Coutito.

Bernardo Couto Castillo pasó por la vida como un aerolito, dejando una estela de luz antes de desaparecer. El 3 de mayo de 1901 murió de neumonía a los 21 años legando una obra en ciernes que ahora se ha vuelto de culto. Se recuerda su paso por las letras, por las cantinas, que bien merece un brindis.

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Jorge Arturo Borja Opinión Aprendiz de todo y maestro de nada.
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