“Lo más chueco tiene que ser lo más derecho”, era su frase favorita y, con el tiempo, pasó a ser la mía.
Era mi “dealer”, un viejo capitán del ejército que explicaba, y al mismo tiempo sentenciaba, lapidario, para dejar en claro que con él, como con la mafia de las drogas (aunque en verdad aplicaría a cualquier mafia) no se juega. Lo más chueco tiene que ser lo más derecho. Y la frase se explica sola.
Durante 13 años de drogadicción (míos, claro), tuve tres “dealers”: Pedrito, un hombre corpulento, por no decirle gordo, feo como él solo, de esos tipos que no quisieras encontrarte nunca, porque apenas lo vieras, parecía que en cualquier momento podría asaltarte. Y, no, con todo y todo, Pedro era un buen tipo. No se drogaba, no tomaba ni fumaba, y siempre que pudo, estuvo al pie del cañón. Como debe estar cualquiera que se dedique a vender droga: cercano a su cliente.
Tan cercanos que, uno cree, con el tiempo, que los “dealers” pueden ser amigos, y se les trata como a tales, porque el adicto tiene “miedo”, digamos, de que un buen día el proveedor no asista y uno se quede sin su dosis de polvo, de mota o de lo que sea. Entonces, a Pedro se le trató como a Pedrito. Y Pedrito surge de una noche en que, apenas comenzaba yo a iniciarme en ese infierno de las drogas, un buen día me lo recomendó un ex periodista muy famoso en lo que fue Canal 13, cuando aún era estatal; ese periodista tuvo un restaurante muy famoso en la colonia Del Valle y, cabe decir, además del negocio restaurantero, se dedicaba a vender droga a sus clientes: actores, productores, cantantes, periodistas.
Un encarguito
Un día, así, sin saber qué diablos recogería yo, otro periodista muy famoso me pidió que le fuera a traer un “encargo”, y hasta su Mercedes Benz me prestó para que llegara más rápido. Llegué a la cita, no teníamos teléfonos celulares, así que todo era por señas, por filiaciones, y así conocí a Pedrito, que manejaba un Dart K, blanco, vidrios polarizados. Me saludó con un “¿tú eres Víctor Hugo?”. Le dije que sí, que yo era, y nervioso él, y nervioso yo, no dejamos de voltear a todos lados para cerciorarnos de que no había policía a la vista que nos vigilara.
Esa fue la primera vez, a la cual, huelga decir, le siguieron miles. Miles, y no exagero. En 13 años de adicción, uno termina viendo al “dealer” 6 veces por semana. Lo juro. Hagan cuentas.
Y así, Pedro, Juan Carlos y el Capitán Martínez pasaron a ser cuates, esclavos y esclavizadores de este, su servidor.
Y todos, sin cuál más, cuál menos, unos tiranos.
Pero el “dealer” no se salva; sufre su propio fuego, su propio infierno. El Capitán Martínez, por ejemplo, militar de cepa, enojón hasta la madre, se daba su taco, pero igual sucumbía ante el deliro de engraparse la nariz, eso sí, con lo mejor de lo mejor porque, a estas alturas no les revelo nada si les digo que hasta en la droga hay calidad y calidades. Y él, dueño de su ambiente, se surtía con la mejor.
Y había que rogarle, casi-casi, para que pasara en la noche a visitarme. En su automóvil negro, un “cougar” de piel, y él, siempre de traje, siempre armado con su .45mm, oficial del ejército y siempre que le quedaba a deber, soltaba su frase: lo más chueco tiene que ser lo más derecho. Y ni cómo escaparse, si el “dealer” se convierte, cuando quiere, en una sombra que sabe dónde vives, dónde trabajas, dónde y a qué hora encontrarte para que le pagues o para engancharte con un “regalito”, cuando comienzas a desaparecerte, a buscar otros surtidores.
El “dealer” sabe que le llamarás. Se da a desear. Lo citas en tu chamba, y no va; te dice dónde y a qué hora puede verte porque, al final, sabe que te interesa más a ti que a él venderte. Y entonces te somete, además de la droga, a una esclavitud y te sobaja, te trata mal, pero ahí estás porque sabes, en el fondo, que el día que no tengas para pagarle, te fiará, te prestará y te dará la droga de peor calidad que haya en el mercado pero, como el Rexona, nunca te abandonará.
Cabe señalar, para demostrar el grado de idiotez al que uno se somete cuando se es drogadicto, que en aquellos años, del 1989 al 2001, debo haberme gastado cerca de unos 3 millones de pesos (actuales) en droga, porque lo que creo que más de una casa y un auto ayudé a contribuir con estos ojetes de los “dealers”, arrogantes, groseros, déspotas a los que uno llega a considerar amigos. Ajá.
Aventura en Tepito
El “dealer” casi siempre estará para ti. Casi siempre. Porque, cabe decirlo, también tienen su vida, sus asuntos y un buen fin de semana se les ocurre no aparecer, dejarte sin sustancia, sin mercancía y cuando ya eres muy adicto, es muy probable que recurras a todo con tal de no quedarte sin tu sobre de cocaína. Y cuando digo todo, créanme, es casi todo.
Una tarde de viernes, en que Lalo, un cuate consumidor como yo, y este servidor no teníamos “dealer” a la mano, se nos ocurrió hacer una de las estupideces más grandes de nuestra vida (de suyo, consumir drogas es un acto de verdadera idiotez). Sin más, Lalo me dijo: vamos a Tepito por mercancía. Y yo, desesperado porque ni el Capitán, ni Juan Carlos ni Pedrito aparecían, pues me animé y fui. Y fue una de las peores tardes de mi existencia.
Apenas entras a la zona de Tepito, puedes darte cuenta que hay mundos paralelos, ciudades perdidas, escondidas de la mano de Dios, pero protegidas por la mano de la justicia del hombre. Una calle, dos, me bastaron para sentirme que había entrado a otro país, a otro mundo: decenas, decenas de motocicletas de pequeño caballaje inundaban las calles; parecía Shangai, pero en lugar de bicicletas, eran mini motos, con uno o dos pasajeros, adolescentes-niños que servían de pequeños “burros” para llevar sustancia a las colonias aledañas a quienes no quisieran meterse a Tepito. De miedo.
En eso estábamos, cuando Lalo me dijo, como quien de verdad conoce lo que está haciendo: “Aquí, en esta casa vende un amigo mío, pero no le gusta que entre gente que no conoce; me esperas en el auto”, me dijo y yo, sin más opción, me quedé en el auto, viendo cómo pasaban y pasaban los chavos en las motocicletas, cuando en un segundo vi mi vida pasar en mi cabeza: un patrullero, judicial, detuvo su auto justamente a la altura de mi puerta y yo, con la ventanilla abajo, vi en cámara lenta el cuate se bajaba, sacaba su pistola y apuntaba a una de las motos, al grito de “párate, cabróóóóón!” y disparaba hacia los adolescentes. Esos 10 segundos entre la bajada, la disparada y la vuelta a subir a la patrulla, sin haberle dado al motociclista, fueron los segundos más eternos de mi existencia; sentí que la sangre se me iba, que me desmayaba, y me veía como testigo de un crimen por la espalda a un pequeño delincuente. Pero no, no sucedió tal cosa. El patrullero abordó su auto y enfiló a perseguir al de la moto.
En esas ganas de vomitar estaban cuando apareció Lalo, con una cara que ya conocía: le habían dado a probar la mercancía y regresaba muy feliz. Abrió el cofre del auto y escondió los 6 u 8 gramos que había comprado. Cerró y partimos. Apenas habíamos dado la vuelta a la cuadra, cuando un policía judicial (otro; no el de la persecución) nos detuvo. “¿Cuánto compraron?”, dijo. “Nada, jefe; no compramos”, dijo Lalo. “Hazte pendejo; a ver, dime o me entero de todas formas…”, nos dijo mientras asomaba su cabeza por la ventanilla, como hurgando, como si tuviera vista de rayos X. “Compramos 3 grapas”, le dijo Lalo que, previsor, ya las llevaba en el pantalón. “Vienen y dame mil 500 pesos y los dejo ir”, respondió el policía. Nos quitaron la droga, pagamos una lana, y nos fuimos con la otra cantidad de droga en el cofre y yo con mi cara de “ya me cargó la chingada; ya me metieron al bote…” y todo eso que pudiera uno pensar en esos instantes que se hacen eternos.
Eso sucedía cuando no había “dealer”, como mi cuate, el mero-mero del ejército: el capitán Martínez.
Se hunde con su nave
La historia del Capitán Martínez surge en una de esas noches de fiesta, de juerga, donde un productor de cine (bueno, digámoslo así: churros) es el anfitrión y varias, muchas actrices jóvenes, bellas, con una moral libre de ataduras se dejan querer a la menor provocación. Y ahí estaba él, con su aplomo de soldado de verdad, risa y risa, haciéndole la corte a una que llamaban Diva, y ahí surge la relación: si este cuate les vende a estas estrellas, pues debe ser de mejor calidad que la que vende Pedrito. Y ahí les fui.
Hice “amistad” con el Capitán, mi querido Capitán; un cuate que me llevaría unos 17 años de edad, corpulento, fuerte, macizo, como bien curtido por el ejército, y fiel a sus principios: las mujeres no pagan la droga; a ellas se les regala, siempre y cuando aflojen la caricia. A ellos, se les invita una copa, y se les vende la droga, toda la que quieran. Y, si no hay lana, se les fía, con el aval de una .45mm siempre dispuesta a ser usada.
Ese era el Capitán.
El mismo que, juro por Dios, un día, viendo cómo había yo acabado, tras varios años de consumir y consumirme, de tener un puesto ejecutivo en Televisa y, luego, verme sin trabajo, descuidado, abandonado de mi mismo, me dijo: “ya no voy a venderte; si vas a dejar esto, yo te ayudo”. Y cumplió, ante mis ganas de rehabilitarme (circunstancia triunfal que un día contaré en otra edición de la revista, si me autorizan), y nunca más apareció para venderme; si acaso, debo decirlo, para saludarme, una llamada, y cerciorarse de que nuestra amistad-relación-comercial había acabado.
Hace 18 años dejé de consumir drogas, así que hace 18 años no sé más nada de ellos. Especialmente no sé más nada de Capitán, si, Capitán, pero supongo, como es de esperarse, que sigue vendiendo sustancia, que sigue sintiéndose el galán ideal para esas aspirantes a actrices, esas mujeres gordas y rechonchas con las que llegué a verlo, presuntuoso, en su Cougar negro.
Y supongo que aún deambula por la ciudad, haciendo esperar a sus clientes una, dos horas, y que les da sus sobres, fiados, diciendo, mientras se baja el lente oscuro y baja el vidrio del auto: recuerda que lo más chueco tiene que ser lo más derecho.
Fueron 13 años de consumir drogas. 13 malditos-largos-jodidos-años en que vi perder los logros profesionales más grandes que había conquistado; vi cómo mi familia se desmembraba, y cómo, de un día para otro, había dejado de ser padre de Ximena, mi hija. Pero eso es harina de otro costal, o cocaína de otra grapa, que un día les contaré.