En su poema “Cómo ser un gran escritor”, Charles Bukowski dice que hay que ir al hipódromo una vez por semana.
Sólo te has parado ahí una vez en la vida y no crees que vayas a volver. No es falta de cariño, dijera Juan Gabriel, sino de fondos. En aquella ocasión te invitaron y hasta el momento nadie más lo ha vuelto a hacer. Tampoco has escuchado hablar del creador de los Minions que conociste ahí.
Era sábado y te sentiste como Tom Cruise en Ojos bien cerrados, justo en la escena en la que lo descubren colándose a una depravada fiesta de millonarios. Tenebrosos sujetos enmascarados se dan a las chicas más bellas que el dinero puede comprar, después de haber participado en una especie de ritual satánico. Cuando el personaje de ex de Nicole Kidman es sorprendido de polizón en semejante pachanga, uno de los sumos sacerdotes de aquel culto le dice:
-¿Cómo no íbamos a descubrir que es usted un impostor, si en medio de todas las limosinas es el único que llegó en taxi?
Así, a las carreras de caballos que en nada se parecen a las peleas de gallos, te apersonaste en pesero. No es que no te alcanzara para el taxi (por suerte no fue final de quincena), pero saliste de casa con tiempo de sobra, así que se te hizo fácil abordar un coqueto pesero que te dejó a las puertas del flamante hipódromo.
Ser periodista es la forma más divertida de ser pobre, dice una máxima entre los colegas y razón no le falta. Te puedes comer rebanadas de mundo endosadas a la cuenta de alguien más y después regresar para contárselo a alguien en una crónica como ésta. Somos Minions con derecho de réplica.
Llegar temprano a una fiesta de sociedad supone una ventaja: siempre hay lugar para sentarse. También acarrea una situación incómoda: sientes que todos se te quedan viendo. No importa que te hayas puesto tu mejor saco, que mastiques con la boca cerrada o traigas impresa la invitación, guardada en el bolsillo para esgrimirla como salvoconducto a la primera que te la exijan. Tú sientes que todo el mundo ahí sabe que no perteneces, que nunca has ido a las carreras, que no es cierto que guardes langostas y champaña en el refrigerador. Como el Águila infiltrada en la barra de las Chivas, estás consciente que corres peligro en ese lugar.
Para relajar los nervios y entrar en ambiente te pides una copa de vino. Cuando te la traen, la mides, la observas, la hueles en un afán por parecer el tipo
más cool y natural de la estampa, como si formaras parte del inventario junto con las mesas, los manteles y los candelabros. Porque Godínez al fin, te sientes como wetback en una fiesta de sociedad con todo y que tu visa de turista aparezca en regla.
En su poema, Bukowski también dijo que cuando vayas al hipódromo intentes ganar, porque “cualquier pendejo puede ser un buen perdedor”. Sin embargo, cuando estás a punto de pedir informes a discreción acerca del proceso para ingresar una apuesta, te desanima escuchar que tu vecino de mesa te dice, amigablemente, “salud”.
Brindas con él. Lo observas de pies a cabeza. Lleva puestos unos tenis, una chamarra ligera informal y una camiseta tipo Polo y sin embargo, luce más elegante que tú, que hasta un pañuelo metiste en la bolsa superior
Le caíste bien y sólo por eso pide una ronda de tragos para los cuatro. Tu vecino te condiciona a beber de un solo golpe tu vaso (se nota que le gusta dar órdenes) y tu acompañante te solicita a hacer lo propio con el suyo, porque no le gusta el ron. Junto con las 2 copas de vino que ya habías disfrutado, el alcohol se desploma en tu estómago como una Little Boy en tu Hiroshima gástrico.
A diferencia de ti, a tu nuevo amigo, que te abraza con la familiaridad de quienes estudiaron juntos y hasta fueron castigados por el director a causa de la misma travesura, no le incomoda reconocer que tampoco había venido nunca al hipódromo y que ignora también el proceso para apostar.
Pero ni falta le hace. Es lo suficientemente guapo (y su compañera insultantemente hermosa), como para despatarrarse sobre la mesa y admirar a los equinos dar vueltas a la pista con sus jinetes pequeñitos sobre el lomo. Tu vecino sí luce como parte del escenario. Aunque nunca antes estuvo en el hipódromo, luce como si hubiera nacido ahí y los caballos hubieran nacido para entretenerlo un sábado.
Sólo le falta un detalle.
Te quita el sombrero y se lo pone, sonriendo. No te lo pidió, pero tampoco te lo ha arrebatado. Es como si, entre hombres, compartir un sombrero por unas horas representara el sello de cera que se le pone a una recién nacida amistad.
Hasta tú reconoces, en silencio, que seguro ese sombrero luce mejor en su cabeza.
Luego de vaciar otros cuantos vasos más tu vecino formula la pregunta.
-¿A qué te dedicas?
-Soy periodista –respondes –¿y tú?
Tu vecino tiene una empresa. No te sorprende. En ese palco es posible que muchas posean la suya. Otra vez viene a tu mente la película de Stanley Kubrick y la escena de la orgía en la que Tom Cruise es el único participante que lleva puesto encima un smoking rentado.
-El otro día les organicé un concurso –te cuenta –para que se disfrazaran de Minions. El que ganó, se llevó un bono.
Y remató:
-¡Está poca madre tener tu empresa!
Después de un rato tanto él como tú están lo bastante bebidos como para que su acompañante se levante de la mesa, enfadada o eso crees recordar, y la tuya te jale la correa con un “¿a qué hora nos vamos a ir?”. Hay veces que agradeces que tu compañero de farra sienta deseos de ir al baño, porque es el momento para escurrirse lejos de ahí.
Cuando viajas a bordo del camión de regreso, dos pensamientos te asaltan: