No guardo un buen recuerdo de la primera vez que me gané el pan con el sudor de mi frente. Todo lo contrario. Evocarla es volver a sentir en la lengua el resabio de aquel trago amargo que me hizo llorar de rabia. Mi primera chamba es un recuerdo que apesta.
Cursaba el último año de preparatoria y me había liado con una compañera rojilla a la que le gustaba leer poesía reaccionaria, beber café chiapaneco y escuchar discos de Silvio Rodríguez. Luego de casi año de intensos besos con sabor a cigarro sin filtro, fajes clandestinos por encima del pantalón de los que te producen un indecible dolor en los testículos y un frustrado felatio debut, un día la susodicha me propuso que nos fuéramos de vacaciones a Cuba.
Pero no era un viaje de placer, cuando menos para mí. En la isla entonces gobernada por Fidel tendría lugar un encuentro de estudiantes izquierdistas. Para mí, un integrado al que le gustaba escuchar a Metallica en mi discman, utilizar tenis de marca de segunda mano y ver películas palomeras en la televisión, no le atraía en lo más mínimo la idea de aislarse en una isla, junto a centenas de apocalípticos repetidores de discursos del Che.
Además, el viajecito costaba y yo sólo tenía el piso de mi cuarto para caerme muerto.
Le comuniqué entonces a la destinataria de mi lujuria que la esperaría en México mientras ella, desde la Habana, cambiaba el mundo por el bien de los hijos que algún día tendríamos (“pero cada quien por su lado”, completaba yo quedito).
Durante el periodo de preparativos rumbo a su odisea, en el que lo mismo la acompañé a comprarse repelente para mosquitos que a probarse un vestido de playa con el que se veía buenísima, la mamá de mi novia preparatoriana me ofreció trabajo. La señora trabajaba en una secretaría de gobierno y necesitaba de un joven talentoso y prometedor como yo para que la hiciera de forense Godínez; es decir, de encargado de archivo muerto. Acepté sin pensarlo mucho. Así mataría el tiempo durante las tres semanas que la protagonista de mis sueños húmedos invirtiera en leer junto a otros los textos de José Martí y además, me ganaría una lanita para comprarme un amplificador con el que pudiera cantar con mucho mejor armamento en mi banda de heavy.
Una noche antes de la partida de mi morenaza cachonda, dispusimos de unas horas a solas en su casa. Ella, que había refrigerado el manjar de su virginidad lo bastante lejos como para que mis garras no la alcanzaran, esa vez accedió a dejar que se derritiera con mis caricias. Como regalo de despedida, me dijo que permitiría que inaugurara con mi cuerpo del delito una zona hasta entonces prohibida para los hombres.
Sin embargo, no contábamos ninguno de los dos con que nuestra inexperiencia –yo también era un titulado en impericia si de avanzar por la anatomía femenina se trataba– y no disponía ni de condones ni de dinero para comprarlos. El que viajaba dentro de mi cartera –sí, ya sé que no deben almacenarse ahí– semejaba un viejo papiro egipcio y resultaba imposible desdoblarlo. Aquel preservativo no se había preservado pese a mis ruegos.
Ni modo, la izquierdista por la que estuve a punto de iniciar una ocupación lúbrica, prometió que lo primero que haría al volver de Cuba seria premiar mi celibato con el elíxir de su sólido cuerpo de 18 años recién cumplidos.
A la mañana siguiente de despedirla en el aeropuerto, me levanté muy temprano para ir a trabajar. Tuve que pedirle prestado a mi padre un saco dos tallas más grande y una corbata que impedía el flujo de aire hacia mis pulmones. Incluso me corté un poco el cabello. Todo con tal de cumplir con los requisitos que mi nueva experiencia burocrática exigía. Pronto descubrí que las oficinas del gobierno requieren de parte de sus energéticos recién llegados una dosis extra de paciencia: había que hacer años –no horas– nalga, hablarle a todos de “licenciado”, “señorita” y “contralor” y claro, hacer hasta lo imposible por retrasar el trabajo para que los jefes no se dieran cuenta que las cosas se podían hacer en tiempo y forma.
Así conocí a Lilí, una joven secretaria entrenada desde tres años antes (tenía 21) en la vida oficinista. Igual que Yoda con Luke, me adoptó como aprendiz y me introdujo en los misterios Jedi del Godínez. Me enseñó a tardarme media hora para buscar un café, a comprar papitas a mediodía y salir a fumar al patio, aunque entonces todavía podíamos echar humo en áreas comunes. Mi suegra no veía con buenos ojos nuestra creciente cercanía, pero Lilí se las arreglaba para siempre quedarse a solas conmigo para organizar documentos. Varias veces me rozó “accidentalmente” un codo y otras me tuve que contener para echármele encima y morderle aquellos labios que parecían dos rosados dulces de agar.
Fui fuerte. Lilí me enseñó un rostro hasta entonces desconocido pero que igual me agradaba: nunca citaba de memoria a Neruda como mi novia ni se indignaba porque me gustara ver la televisión. Para ella, la vida era un chicharrón con chile y limón que había que comerse lento, antes de que se acabara. Fue una más de esas gloriosas guerreras que ven la vida extinguirse de quincena en quincena.
Las tres semanas transcurrieron muy rápido y un día me despedí de ella. Nunca lo dijimos, pero estoy seguro que a ese momento del adiós le faltó un beso. No sé si fue por decente o por miedoso, pero no me atreví a hacerlo. La madre de mi novia rojilla me entregó un cheque y agradeció que por fin no tuviera que volver a aparecerme, desaliñado y ojeroso, por sus dominios.
Mi novia rojilla volvió al fin de Cuba. Algo extraño había en ella y no conseguía descubrir qué. Quizá era el vestido playera que le acompañé a probarse y ahora traía puesto, la forma en que meneaba las caderas al caminar o las llamas que ardían bajo sus mejillas y de las que no me acordaba.
Cuando estuvimos solos en su casa, me arrojó a su cama y comenzó a besarme, me metía la lengua en la boca como si buscara en el interior mi alma para después sorberla. Algo no andaba bien. De pronto, en medio del faje, se le salió decir:
-¡Ya extrañaba ese sabor latino!
El resto vino solo. Había perdido la virginidad durante el encuentro, con un inglés. La gran monarquía británica había conquistado el mismo territorio que mis ejércitos atolondrados no pudieron defender. Si México había perdido Texas, mi humillado corazón se vio burlado por la patria de los Beatles.
No asistí a la comida que su familia le organizó cuando volvió de Cuba y desterré de mi juventud todos los referentes culturales que me remitían a ella: desde Camilo Cienfuegos hasta Pablo Milanés. Tampoco quise pensar en nada inglés por mucho tiempo.
Finalmente no me compré el amplificador y hoy pienso que si supiera su apellido, tal vez hubiera buscado a Lilí.
Sólo tengo la certeza de que mi primera chamba me trae un mal recuerdo. No lo sé a ciencia cierta, pero quizá lo primero que haya comprado con mi primer sueldo fue un paquete de condones nuevos.