#LibrosAlDesnudo: Inventar el tiempo para leer

Por Jaime Garba
@jaimegarba
De casa al trabajo paso por un mercado cuyo perímetro exterior alberga muchos negocios ambulantes, entre los que se encuentran vendedores de fruta, películas piratas, videojuegos, instrumentos musicales, nieves, ropa, etcétera. Mi rutina consiste en esquivar gente que va siempre con prisa de proyectil, o sea, llegar a su destino sin importar lo que se cruce enfrente. Así lo he hecho desde siempre porque he pertenecido a esa zona toda mi vida, y aunque los años pasen no cambia mucho la estampa, sólo los protocolarios acordes a la modernidad y variables interesantes, como la presencia de “las bañistas”, unas señoras de edad madura (con su perdón, nada agraciadas) que prestan servicio de acompañamiento a los ancianos y hombres desesperados del mercado, ofreciéndoles la posibilidad de un rato de placer en los baños de vapor “Acapulco” que se encuentran a una cuadra; para que el lector se dé una idea clara de ésto, ese recinto que en algún momento estuvo de moda hace décadas, hoy lúgubre tiene como requisito para entrar poseer mucho valor y padecer un poco de locura o desesperación.
En esos puestos ambulantes compré de adolescente mis primeras revistas para adultos, en momentos por demás incómodos solía permanecer mucho tiempo merodeando el puesto, preguntando por álbumes de calcomanías, periódicos y otras revistas, hasta que en un impulso preguntaba por la Playboy o la Interviú. Mi paso obligado también me llevaba a transitar por el puesto de un cerrajero con el que casi peleo por diez pesos, una señora vendedora de fruta con la que suelo conversar de nimiedades de la vida que en cierta ocasión le dio un chayote podrido a una compañera de trabajo porque pensó era mi amante; y una panadería que intentó colocar un puesto de libros y vender café al mero estilo neoyorquino, pero que el ayuntamiento de la ciudad echó para abajo por cuestiones de “permisos”; ahora en su lugar hay un puesto de fajas y hamacas, seguido de decenas de vendedores de celulares y chatarras tecnológicas.
En el corazón del mercado está el Pecas, la única cantina tradicional que tiene la ciudad y la que permite tener la certeza de que no le van a dar a uno un balazo por líos de faldas o por “malas andanzas”; lugar donde se convocan trabajadores de la Coca o Bimbo, vendedores de queso, banqueros y otros ciudadanos a darse una pausa de la cotidianidad, al tiempo que en la rockola suenan melodías de Agustín Lara, José José o hasta de Juan Gabriel. Allí suelo ir con los amigos, pero también a leer y a escribir, bebo unas cuantas cervezas, como unas tostadas y me retiro para continuar con los menesteres.
Salía el otro día del Pecas con unas copas de más cuando al hacer mi usual recorrido me di el tiempo de plantearme algo que tenía desde hacía tiempo en la cabeza, el hecho de cómo sobrellevaba la gente estar todo el tiempo sentada esperando a concretar una venta. Claro, hay quienes usan el celular, pero no concibo ni batería, megas, aplicaciones o demás para pasarlo por completo en él. Entonces qué les merodea la mente, qué ideas tendrán en esos millones de segundos… ¿por qué no leer un libro?
Hubo un breve tiempo al final de la preparatoria que trabajé como bodeguero en una tienda de ropa, donde mi función era literalmente contar calzones, llegaban todos los días grandes cajas y dedicaba dos de las ocho horas de la jornada en contar cientos de calzones, después no tenía nada más qué hacer, más que volverlos a contar o salir a la zona de ventas a implorar que los minutos corrieran deprisa. Por aquellos ayeres no leía ni avizoraba leer, pero en retrospectiva imagino lo grandioso que hubiera sido ser un amante de la lectura y tener, a pesar de mi terrible sueldo, tantas horas “libres” para gastarlas en literatura.
Vi a cada uno de los vendedores y me los imaginé con interesantes novelas entre las manos, dando vuelta veloces a las páginas para saber cómo terminaría una historia de amor, un crimen o las anécdotas de viaje de algún personaje. Mientras caminaba fantaseaba que al llegar a comprar naranjas me dijera el chavo: “Espéreme joven, ahorita lo atiendo, deje nada más ver si le atiné al asesino.” O al de los discos pirata: “¿…perdón, qué me decía, es que fíjese que ando leyendo esta novela que huy… está buenísima y ando bien picado?”; qué tal a la bañista que ante la solicitud del viejo ganoso respondiera: “Dame chance, estoy por terminar este novela, date una vuelta en veinte minutos.” ¡Que fascinante!
La mayoría decimos que no tenemos tiempo para leer, sin embargo creo esa idea proviene de dos cosas, la culpa que los no lectores han depositado en quienes leen al decir que se pierde el tiempo o es un pasatiempo; y porque pensamos que para hacerlo hay que disponer de paradisiacos y clichés espacios. La paradoja de mi vida es que al trabajar en el medio literario y cultural, el “tiempo” para leer me parece menos, pero al recordar a la gente sentada allí viendo pasar las horas, me proyecto, veo las mías y me invito a creer que para la lectura se puede, y simplemente basta con inventar el tiempo.