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#LibrosAlDesnudo: El crimen de leer

Escrito por:Jafet Gallardo

Por Jaime Garba

@jaimegarba

 El otro día en una cafetería, por azares del destino, me encontré a un viejo y buen amigo de la universidad. Lo primero que noté, a unos cuantos metros de distancia, es que ya no usaba sus pantalones punk cuadrados rojo con negro al estilo Johnny Rotten de los Sex Pistols, ni sus converse desgastados, su piercing en el labio o su corte mohawk; en lugar de ello, un pantalón de vestir, una camisa blanca, corbata azul, maletín ejecutivo y peinado peñanietano, lo proyectaba como alguien muy distinto. De no ser porque sus ojos y su sonrisa se postraron en mí, quizá ni habría reconocido al joven universitario que decía verse en diez años recorriendo el mundo en una camioneta, disfrutando de la vida sin ataduras y desafiando al sistema.

Nos estrechamos la mano y pedí un latte. Mi cuate, sin prisa aparente, me ofreció sentarnos y ponernos al corriente de nuestras vidas. Accedí más por el morbo de saber cómo diablos había llegado a ese punto antagónico que por otra cosa, deseaba saber cómo alguien con una personalidad tan fuerte, que juró jamás tener un celular, me pedía lo disculpara un minuto para mandar un documento desde su Smartphone vía Dropbox a su jefe porque era muy importante.

Con mucha sutileza le entrevisté, me contó que apenas terminando la carrera se había casado porque (ta,tan…) había embarazado a su novia, y no tuvo de otra que conseguir un trabajo en una cooperativa de préstamos. No le iba mal, al contrario, vivía bien, pero sin mucho escarbar terminó aceptando que había traicionado cuanto principio se forjó de chavo. Me platicaba todo aquello cuando a mi mente llegó en un destello el recuerdo del lector voraz que era, uno que pasaba de lado las lecturas de sociología o de psicología clínica por clavarse en el Quijote, en Joyce; recuerdo tener las primeras imágenes de portadas de Wilde, Orwell, y muchos otros autores porque mientras los profesores anotaban sus conceptos científicos en el pizarrón, mi amigo sacaba libros de su morral, los insertaba entre las libretas y se devoraba dos, tres líneas, las que pudiera antes de que el profesor le llamara la atención y le pidiera guardara “esas cosas”.

Mientras seguía hablando, evoqué cuando las compañeras, pudorosas le decían, “ash, eso que lees qué, como psicólogo no te va a servir de nada.” Y vaya que no le sirvió con el rumbo tan distinto que tomó. Pero, ¿y la lectura del canon, aquella que tanto le gustaba?

Lo detuve en seco y le pregunté si aún leía, pero disimulando la tristeza y respirando hondamente me contó que casi ya no lo hacía, que a su esposa le molestaba porque sentía que perdía el tiempo, inclusive, cabizbajo confesó que le escondía o tiraba los libros, que ni siquiera la lectura del diario era permisible, “poco a poco me he ido haciendo a la idea de que leer no abona en nada.” –Qué barbaridad- pensé, estaba irreconocible, como si le hubiesen hecho una lobotomía, tenía frente a mí a un tipo vacío, como podía estar quien deja sus sueños y gozos por razones ridículas. Odié a su esposa por convertir en un delito el gusto por leer, y mi rostro lo estaba demostrando, hasta que pensé en aquel capítulo de la “Dimensión desconocida”, ¡sí!, mi amigo era una especie de Henry Bemis. “Oye, por qué no te encierras a leer en donde guardan el dinero, como Bemis… jajaja”. Me reí pero mi cuate se quedó con cara de “what”. Entonces fue cuando le platiqué que en un capítulo de 1959, un empleado de un banco era torturado por su esposa y su jefe porque detestaban que leyera, la primera por razones caprichosas, el segundo por cuestiones de trabajo; sin embargo Henry, que era un amante de la lectura, se las ingenió para leer en la bóveda del banco, hasta que una catástrofe extingue a todos, menos a él, quien por estar oculto salvó su pellejo, teniendo así la oportunidad de lecturas infinitas en la biblioteca.

         Pensé que sonreiría al sentirse como un personaje de ficción, pero en su mirada había la decepción de no poder correr con tan afortunada suerte. Incómodo, inventé una excusa y me fui, pensando en lo injusto pero real que es conferirle a la lectura esa noción de crimen, el delito de no hacer nada. A mí me pasó, cuando mi madre me decía “hijo ¿qué haces?”, “leo, mamá”, “ah, entonces no haces nada, ve y quítame la ropa que ya debe estar seca”. Desafortunadamente muchos así nos ven a los lectores, como simples humanos que pierden el tiempo entre páginas, que aunque he defendido a diestra y siniestra la idea de que el libro no nos hace mejores, tampoco nos vayamos a los extremos de catalogarnos como delincuentes buenos para nada por dedicarle horas al transe de palabras frente a nuestros ojos. Como dicen pues, ni tan, tan, ni muy, muy.

         Caminaba de regreso a la oficina, observando a la gente en los negocios vacíos, a los “viene viene” esperando el auto por estacionar, al vendedor de fruta aguardando clientela hambrienta, al bolero esperando un zapato que lustrar, todos absortos en el celular, cargando seguramente Facebook una y otra vez para ver las nuevas notificaciones, ¿perdiendo el tiempo? Quién soy yo para decirlo. Pero sí me permití imaginar de pronto cómo sería un mundo donde la lectura fuera hecho cotidiano, ni crimen o alabanza, porque es innegable que hay entre las infinitas historias escritas, una para cada quien.

Libertad de lectura sí, delito… jamás. ¿Llegaré a conocer ese mundo? Justo ahora me cuestiono ingenuo ello.

 

 

 

 

 

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