LIBROS AL DESNUDO: EL ARTE DE REGALAR UN LIBRO

Siempre he tenido mala suerte para los regalos. De pequeño, en los intercambios escolares, solían darme osos y muñecos de peluche. Me pregunto: ¿quién diablos regala a un varón algo así? Jamás encontré la simbología del obsequio, quizá debí ver que en ese objeto habían depositado un aprecio sincero, pero vamos, de joven uno quiere acción, algo que rompa con el aburrimiento. En casa las situación no mejoraban, los presentes en fechas especiales básicamente se constituían en calcetines, calzones, playeras: ropa. Mis novias solían darme perfumes, relojes, invitaciones a comer; pero saben, durante mucho tiempo nunca recibí lo que pedía a gritos: un libro.
Siendo un apasionado lector, quien habla de literatura todo el tiempo, me preguntaba por qué nadie me regalaba un libro, lo cual sería lo más acertado y sencillo del cosmos. Entiendo que existe gente difícil de descifrar, que significa horas de tortura pensando qué elegir con el miedo al rechazo o las hipócritas gracias, pero vamos, ¿qué le darían a un apasionado del fútbol? ¿A un ciclista empedernido? ¿A un cinéfilo consumado? La respuesta es evidente. Pero aun así traté de entender razones, creía que quizá al ser aquello tan obvio en mi personalidad, cualquier otra cosa tenía como fin sacarme de mi zona de confort, acercarme a otras manifestaciones y hacerme ver que la vida también se forma de diversos elementos, que no todo son libros; pero eso se venía abajo cuando la parte que daba no argumentaba nada, y en no pocas ocasiones me hacían saber que el regalo se adquiría sin mínima meditación.
Quizá esa mala experiencia me hizo convertirme en un compulsivo regalador de libros, para mí no existe otra cosa para ofrecer. Cuando estoy en tal situación pienso en la persona y analizo su personalidad, de allí que puedo dar una novela histórica, una policiaca, un libro de poesía, de cuentos, o hasta un best seller. Hay que decir que la gran mayoría de quienes reciben mis regalos no leen y no está en sus planes próximos hacerlo, inclusive muchos no fingen la decepción apenas viendo la portada. Lo sé, me he convertido un poco en el mal que me acongojó a mí, pero me he convencido de que deposito en cada uno de ellos la posibilidad de en algún momento encontrarse con el mundo extraordinario de los libros, pues a diferencia de los calcetines o un muñeco de peluche, allí hay algo tan subjetivo y poderoso que tarde o temprano tendrá que detonar. Soy de los que cree que un libro en el hábitat del individuo, en su cotidianidad, es como un cepillo de dientes: de uso diario; o como un kit de primeros auxilios: para alguna emergencia, dígase momentos en que el tedio llega, las confusiones emocionales abruman o el surgimiento de preguntas ontológicas confunde.
Hoy puedo jactarme de recibir libros regularmente, y no miento al decir que mantengo la misma euforia con cada uno aunque no sean autores o temas de mi encanto. Esa alegría provocada deviene de la representación, de lo que siento me quiere decir quien me lo da, de la posibilidad de aprender, de descubrir mundos nuevos, atmósferas distintas, personajes encantadores o destinados a ser odiados. El arte de regalar libros equivale a ofrecer un pase de abordaje a destinos misteriosos, a fracturar nuestras realidades y ver otras. Depende de cada quien si tiene el valor, el interés o la osadía de dar los pasos necesarios para descubrir lo que hay más allá de nuestras propias fronteras.