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La violencia en la literatura

Por: Playboy México 05 Jun 2018
Uno de mis mayores intereses es el libro como objeto cultural, intelectual, afectivo y social, sobre todo su interacción con […]
La violencia en la literatura

Uno de mis mayores intereses es el libro como objeto cultural, intelectual, afectivo y social, sobre todo su interacción con el espacio, y qué mejor depositario y por antonomasia de este invento, “el mejor invento del hombre”, diría Borges, que las bibliotecas y las librerías; pero me interesan aquellas vivas, que no sólo tienen un gran acervo sino que permiten una relación con los individuos. Hace unas semanas leía el texto de Sally MacGrane en el New York Times titulado “La cultura como freno a los neonazis”, en él habla de la librería Tucholsky, en el centro de Berlín, cuyo propietario comenzó a organizar periódicamente reuniones con los vecinos para hacer frente a manifestantes neofascistas que han ido mostrando presencia en las calles. El hecho de que sea una librería donde se dialogue, se reflexione, se planteen preguntas y acciones a una problemática de este tipo, me parece muy interesante, pues parafraseando lo que dice Jorge Carrión en su libro “Librerías”: la biblioteca y la librería moderna han mutado y se han vuelto lugares no sólo de consulta, silenciosos, quisquillosos, casi sacros; sino foros de discusión sobre y a partir de los libros, de la vida misma.

La literatura en tiempos de crisis entonces se puede ver desde diferentes posturas, una de ellas la violencia en la narrativa contemporánea: ¿por qué?, ¿para qué? Si me lo preguntan, como escritor jamás me imaginé crear textos crudos, violentos y trágicos (inicié como poeta cursi de versos baratos); pero al mirar bien el panorama de la narrativa actual pude notar el auge de las tramas literarias, digamos mexicanas, por poner un ejemplo, donde involucran en demasía la violencia: se puede citar la Narcoliteratura en el norte del país (díganse Élmer Mendoza y cualquier título de su larga bibliografía, Javier Valdés y su “Malayerba” -a quien, por todos es sabido que escribir sobre estos temas le costó la vida-; Hilario Peña y también cualesquiera de sus muchos libros; y Carlos Velázquez y su “Biblia Vaquera”); después la literatura del y sobre el sur, los  predicamentos de los migrantes centroamericanos en su paso por México hacia el “sueño americano” (díganse Antonio Ortuño y su “Fila India”, Fernanda Melchor con su “Temporada de Huracanes” y Emiliano Monge con “Tierras arrasadas”), la del centro-occidente, (díganse el michoacano Darío Zalapa con su “Perro de Ataque”, Diego Petersen Farah con “Los que habitamos el abismo” y Ronnie Medellín con su “16 toneladas”).  Podríamos, si quisiéramos, hacer un mapa geográfico muy completo de autores cuyos intereses se centran (o se han centrado) en la violencia, no como culto o apología, sino como una literatura que transita por la delgada frontera entre la ficción y la crónica periodística, que proyecta la cruda realidad que estamos viviendo, sin dejar a un lado todos los elementos estilísticos que una obra de ficción conlleva. Esto quiere decir que no todo libro necesariamente es real pero puede tener una base real, como ejemplo cito: “El adversario” de Emmanuel Carrère, “A sangre fría” de Truman Capote y la reciente “Una novela criminal” de Jorge Volpi (Premio Alfaguara 2018).

Para entender los por qué y para qué de la violencia en la literatura me parece primero tendríamos que darnos cuenta de que la violencia en los libros ha existido siempre, podemos remontarnos a las tragedias griegas y la literatura medieval, en esa vasta literatura encontramos un infinito catálogo de barbaries, sin olvidar que en la mayoría de los casos somos herederos de obras cuasi crónicas de sucesos que en realidad ocurrieron y que llegan a nosotros como “ficciones” sólo por la lejanía cronológica. Recordemos que los asirios solían desenterrar cadáveres y arrastrarlos hasta que se disolvían convertidos en polvo de huesos; la ejecución del famoso William Wallace, el soldado escoses que fue ahorcado, castrado, eviscerado y quemadas sus entrañas ante sus ojos; también a Vlad, quien empaló casi a 24 mil personas y que hoy lo reconoce todo el mundo literariamente como el Drácula de Bram Stoker, o qué tal la exhibición de las cabezas decapitadas de los héroes de la Independencia en la Alhóndiga de Granaditas durante diez años para escarmentar a la sociedad. Todos esos sucesos ocurrieron y de ellos se ha hecho ficción.

Me permito otra acotación en este punto, una de las terribles características de la violencia actual aplicada por los grupos criminales toma como referencia una acción que se realizaba hace mucho tiempo: decapitar o desmembrar al enemigo; recordemos que uno de los primeros sucesos que cimbraron a Michoacán por la extrema violencia fueron las cabezas decapitadas que lanzaron al interior de una discoteca en Uruapan en el 2006, a partir de allí esta terrible práctica ha cobrado –desafortunadamente- regularidad. Si Michel Focault en “Vigilar y castigar” habla de la decapitación como un “acto punitivo instantáneo que procuraba en la Ilustración hacer sufrir lo menos posible a la víctima”; existen otras perspectivas y connotaciones históricas, como la del criminólogo Enrique Zúñiga Vásquez que explica: “La cabeza es la parte del cuerpo que te da identidad y es la que coordina el resto del organismo. A un descabezado ya no se le identifica, es algo amorfo, por eso la decapitación siempre ha tenido un simbolismo que va de lo mitológico, como el mito de la cabeza de medusa, a lo ritual, como las cabezas que cortaban los aztecas y colocaban en sus altares llamados tzompantlis.” Para conocer más sobre este tema está el libro de Francisco Gracia Alonso: “Cabezas cortadas y cadáveres ultrajados”, que aborda esta práctica desde la prehistoria hasta el narcotráfico e Isis.

Santiago Roncagliolo, el escritor peruano hace una alusión en “Abril Rojo”, su novela ganadora del premio alfaguara en el 2006, a la muerte por desmembramiento de Tupac Amaru, este personaje histórico muy importante de la cultura inca, la cual es descrita de esta manera por los historiadores: “Atáronle a las manos y pies cuatro lazos, asidos estos a la cincha de cuatro caballos tiraban cuatro mestizos a cuatro distintas partes: espectáculo que jamás se había visto en esta ciudad. Intentaron por mucho tiempo pero no pudieron absolutamente dividirlo después que por un largo rato lo estuvieron tironeando, de modo que lo tenían en el aire, en un estado que parecía una araña.” Amaru fue posteriormente a su muerte desmembrado y su cuerpo disperso en varios lugares bajo la creencia de que esta manera no podría resurgir de entre los muertos al no encontrarse su cuerpo en un solo lugar. En “Abril Rojo”, el personaje principal, fiscal Félix Chacaltana se topa de pronto en medio de una Semana Santa (digo esto para entender la fuerte connotación religiosa en la novela) con una serie de asesinatos que cumplen claras características: cada cadáver va careciendo de una parte del cuerpo. Sin duda el asesino o asesinos conocen la historia de Tupac Amaru y algo pretenden con ello.

Sin importar el periodo histórico nos toparemos con autores que han escrito libros violentos, desde Shakespeare a Apollinaire, desde Kurt Vonnegut a Fernando Vallejo, desde Ryan Gattis a Emmanuel Carrère; también con temas tan menesteriosamente violentos, como las dictaduras latinoamericanas, el holocausto, el apartheid, los conflictos en Medio Oriente, el racismo norteamericano, las guerrillas, entre muchos etcéteras; nos toparemos con generaciones y grupos literarios que ya sea en una o en varias obras, han escrito (y seguirán escribiendo) cosas que tienen como fondo o telón hechos de violencia cuya finalidad me parece es documentar y generar diálogo sobre algo que desafortunadamente es parte de la humanidad desde el inicio de los tiempos. ¿Por qué entonces la violencia en la literatura? Porque forma parte de nosotros y nuestra manera de interactuar como sociedad. ¿Para qué? Para entender quiénes somos, cómo  pensamos y cómo sentimos, aunque también para honrar y preservar a aquellas víctimas que de no ser por los libros, tarde o temprano terminarían borrados de la memoria. A todos ellos va dedicado este texto.

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