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La muerte y resurreción del futbol argentino

Por: Carlos Guerrero Warrior 21 Ene 2019
El estado de coma duró casi un mes. La pasión argentina vivió postrada a una cama en un lóbrego cargo donde los cánticos no tenías más acceso.
La muerte y resurreción del futbol argentino

“Hay pocas cosas que son nuestras como el asado, el mate y el dulce de leche. Y el Superclásico, nos lo acaban de quitar. No es nada lindo”, Juan Román Riquelme.

 

El futbol argentino coqueteó con la muerte. Tocó la puerta del inframundo cuando decenas de desadaptados hambrientos de carroña, emergieron de entre la maleza como feroces hienas buscando sembrar pánico y terror con primitivos actos vandálicos.

Aquella tarde, cuando debía jugarse la final de vuelta de la Copa Libertadores, esos cuantos, que tampoco son pocos y que viven en estado constante de conflicto, lanzaron proyectiles con la ansiedad de un tiburón que ha olido sangre. En segundos, hicieron pedazos los cristales del autobús que transportaba a Boca, acabando con la fiesta de toda una nación.

Cada añico representaba la ilusión quebrantada de miles de buenos aficionados que esperaban la histórica final jamás vivida. Ilusión ya de por sí alterada con la postergación del juego de ida por una tormenta que presagiaba algo negro y turbulento.

El Monumental de River se llenó dos tardes consecutivas. Y en ambas, salió desnudo y lleno de bochorno ante la mirada del mundo. Horas eternas de espera para alguna resolución que el graderío no terminaría por entender. Euforia contenida, zozobra y miedo. Ni Boca Juniors ni River Plate podían sacudir la tensión con el rodar del esférico. Sin garantías no había forma.

El estado de coma duró casi un mes. La pasión argentina, entre desencanto y expectación, vivió postrada a una cama en un lóbrego cuarto donde los cánticos no tenían más acceso.

Decepción y monserga. Escritorio, oficios y ninguna pelota de por medio.

Veintinueve días entre un partido y otro para conocer al campeón de la Copa Libertadores. Una locura de anécdota teñida de vergüenza con el recuento de los daños. La final más larga de la historia.

México cambió de gobierno. Se fue Peña Nieto, llegó López Obrador. En Argentina se llevó a cabo la cumbre del G-20 en el corazón de Buenos Aires y falleció George H.W. Bush. Todo, mientras la incapacidad de un país que no ha sabido erradicar la violencia en los estadios debió trasplantar la final a otro país.

Fue entonces cuando el Santiago Bernabéu abrió  sus puertas para el juego de vuelta, en medio de una extraña sensación. Aquello parecía todo menos una final de Copa Libertadores. Más cercano a un videojuego que a la realidad. Sentí por un momento que desbloqueaba a River Plate y a Boca Juniors, y que elegía con el botón A, la casa del Real Madrid como escenario para un partido de exhibición virtual tumbado al sofá. Estéril simulacro.

Messi, James Rodríguez, Simeone y hasta Griezmann con la de Boca puesta, asistieron a esa final sui géneris, a esa batalla interminable en campo ajeno, rentado y alejado. Para todos fue como una verbena gastronómica y cultural de un país invitado a una feria internacional. Había que asistir para probar el condimento más utilizado en la cocina sudamericana, el dulce que enloquece paladares argentinos y de paso, para llevarse un recuerdito.

River Plate conquistó la Copa Libertadores lejos de casa. Sin el eco de quienes debieron quedarse en el barrio compartiendo el televisor y sólo con unos cuantos que pudieron costear el viaje.

El futbol argentino entonces despertó sin saber lo ocurrido. Como el que golpea su cabeza y pierde un grosor de memoria. Abrió los ojos. Volteó a su alrededor desconociendo el hospital madrileño donde se encontraba y sin saber quiénes le rodeaban.

Al menos no falleció. El Universo le ha dado una oportunidad más para sanarse y corregirse. Resucitó al vigésimo noveno día según las escrituras.

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