En primera persona: así se siente dar positivo en Covid-19

Es martes y estoy tratando de levantarme. Mi estado de ánimo se encuentra fuera de su brújula. Estoy postrado en la cama, con un cansancio extremo.
Ya tengo cuatro días que experimento esta sensación. No puedo despertar y me arrastro por una taza de café. Mi familia ya se encuentra activa. Mi hija ya está en su clase virtual vía internet y mi esposa prepara el desayuno.
¿Mito o realidad? Lo que debes saber sobre la marihuana y el COVID-19
“No me siento bien, mi amor”, es lo que le digo a mi mujer. Le doy un par de tragos a mi café y regreso a la cama, pero sin sueño. Solo siento mareos y un malestar estomacal.
En ese momento se enciende una alerta existencial. El miedo al Covid-19 ya está en mi mente y pronto comienzo a escudriñar las actividades que he realizado en los últimos 15 días y recuerdo que mi socio, con quien realicé un intenso viaje por el desierto potosino, fue contagiado. Uno de los tantos asintomáticos que peregrinan en las calles del mundo.
El resultado que nadie quiere conocer
Cierro los ojos y suspiro. Por la ventana veo un melancólico atardecer y comienzo a sudar. “No mames, no guey, esto no va a pasar”. Enseguida cae la primera gota de sudor por mi espalda y el terror se hace presente en la puerta de mi recámara.
Veo mi celular y busco todo lo relacionado con los síntomas que presentan los contagiados de Coronavirus y confirmo… soy candidato.
Sin titubear le digo a mi familia que se vayan a casa de mi madre. Ellas, creen que estoy loco, que exagero, pero el malestar es tan singular que el miedo es mi sentido común y no dudo en exigir que se vayan de casa.
Pronto le llamo por teléfono a mi socio y le cuento lo que me está pasando. Él ya sabe con quién y cómo proceder a develar el misterio. Realiza un par de llamadas telefónicas y pronto un médico se pone en contacto conmigo vía telefónica para realizar una evaluación y confirma que soy candidato para solicitar una prueba Covid-19.
Así comenzó el infierno, con momentos de incertidumbre que me hacían suponer que tendría que pasar por todo lo que había visto en redes sociales, que poco a poco me faltaría el aire hasta ser internado, que no habría un ventilador para que mis pulmones se llenaran de oxígeno, que no podría despedirme de mis familiares antes de partir al mundo paralelo del que muchos hablan.
No le digas a nadie
Mientras me sumo en la tristeza recibo una llamada del médico, confirmando que él y su equipo se encuentran afuera de mi casa, listos para realizarme la prueba, solo me piden que me cubra la boca con lo que tenga a la mano y me ponga una sudadera de manga larga, aunque ellos están equipados con trajes especiales, caretas y cubre bocas.
Me siento como un ser de otro planeta que será analizado. Allí me doy cuenta de la fragilidad de mi ser y no puedo evitar llorar de miedo.
El médico es la única persona que entra a mi casa. Me ve a través de su máscara e intenta relajarme con palabras y balbuceos que no comprendo; el cubreboca impide el entendimiento, pero no así el procedimiento para la prueba que realizó mediante un hisopo que introdujeron a mi nariz. Posterior a ello me toma el pulso cardiaco, la temperatura y me hace una serie de preguntas acerca de mi estilo de vida.
El doctor se despide de mí y me tranquiliza con una serie de datos que aseguran que estaré bien. El virus ya estaba en mi organismo desde hace algunos días y mi sistema respiratorio se encuentra estable. Solo me pide tomar mucho agua y electrolitos, pero hace hincapié en el aislamiento para no volverme un centro de contagio y mantener el anonimato ante la enfermedad –por ello el seudónimo como firma en esta nota, para evitar mi verdadero nombre-, pues asegura que la población está tan asustada que los vecinos podrían caer en psicosis y cometer alguna tontería, como pedirme que me vaya de mi propia casa. Ese día fue el último momento que conviví con un ser humano antes de la cuarentena. Si acaso veía a mi esposa a través de la ventana cada vez que me dejaba alimento en la puerta de mi casa. Momentos que me hicieron llorar en silencio.
Sólo videochats tengo
Así pasa un día, dos, cuatro, siete buscando compañía mediante llamadas telefónicas y video chats con familiares y amigos. Busco algo de armonía. Me siento cansado, como si hubiera hecho mucho ejercicio. Los malestares no son severos, sólo un poco de diarrea y algo de dolor de cabeza. Será una cuarentena que me pondrá a prueba, que me obligará a convivir con el pasajero oscuro que todos llevamos dentro.
No quiero seguir acostado y camino por la sala, el comedor, el baño y cuando llego a la ventana reconozco que mis problemas futuros se hunden en momentos de angustia. Intento olvidar el miedo para que surja el entusiasmo. Deseo que no me importen los cuestionamientos acerca de lo próximo ¿y luego qué va a pasar? Nada, no sé qué va a pasar, tampoco me importa mucho lo que va a suceder en el futuro inmediato, me importa lo que está pasando, me importa el tiempo qué es y lo que ese tiempo anuncia sobre otro tiempo posible, pero ¿qué es lo que se da al final?, no se, no quiero saber qué pasaría si mi hija no tuviera respuesta cuando preguntara “apá ¿en dónde estás?”, o cuando mi esposa tuviera que sacar mi ropa del clóset después de haberme perdido en esta pandemia.
Prefiero vivir lo que tengo, reconocerme con todo y mi panza, mi peor perfil. Quiero vivir cada día como si se tratara de una experiencia de amor, cuando siento que vivo y no me importa morir en ese momento mágico. Porque el amor es como este viaje, es infinito mientras dura, es lo importante, no debo plantearme nada, eso lo hacen los bancos: saldo retiros, fondos de inversión, devaluación… probabilidades, a mi qué mierda me importa lo que se espera. La recompensa de los arruinadores no existe cuando volteamos a ver las estrellas, cuando perdemos nuestra mirada en el infinito.
Pero esta vez mi fuego parpadea. Durante las noches tengo un presentimiento melancólico. De esos que hacen arrastrar el corazón hasta volver el estómago. Algo me decía que este sería el último viaje, descifré los sueños como la muda de piel de una serpiente. Y no podría ser de otra forma, no imaginaba mi futuro con la misma actitud ante la vida, ante los amigos.
Sin duda me he vuelto un adicto al tiempo presente y desde ahora, que he salido avante de esta enfermedad, exijo que nunca más se me deje solo para evaluar los riesgos y corregir el curso de mi nave que conduce a mis ideales. La decisión la he tomado, no hay marcha atrás, me convertiré en el explorador de las emociones. Así podré avanzar firmemente por las veredas espinosas, a paso lento, pero sin titubear, como lo exige el ADN de los grandes viajeros, para llegar y descubrir mi destino.
Estoy dispuesto a sacrificar al animal muerto que llevaba en mi espíritu –sacrifíquenlo y pónganlo en un sarcófago, que deseo colgar su cabeza en la sala de mi casa – ¿dónde está mi mapa de vida? Recuerdo a mis viejos, a mi madre que hoy se encuentra muy saludable, amigos y hasta mis placeres hedonistas. El efecto generado por la terrible incertidumbre que generó el Covid-19 ha amainado, aunque reconozco que se ha quedado un poco de esta emoción en mi corazón. Hoy debo relajarme, necesito un trago que me lleve a los caminos del desahogo. No tengo oportunidad de vivir el miedo, porque mi espíritu no volverá a asomarse al abismo. Sólo debo de recordar que todos los viejos, al final de sus días, han vivido historias similares a la mía.
Me curé
Hoy estoy respirando obscenamente, tengo los puños cerrados y la cara empapada de felicidad. Si yo fui parte del problema, ahora aportaré algo a la solución del mismo, por lo menos con los que me rodean.
El mal viaje ha terminado por estas islas dictaminadas por Charles Darwin, el naturalista inglés que planteó la idea de la evolución biológica a través de la selección natural. Sin duda yo hubiera sido una especie de estudio, o quizá seguí sus reglas, evolucionar para adaptarme al entorno, solo que esta vez yo seré el dueño y creador de mi mundo. Es momento de que el universo se adapte a mis ideologías.
Hace cinco días que concluyó la cuarentena. A través de la ventana veo el paisaje que enmarcó mis pensamientos, los mas oscuros que he experimentado. Allí, sobre un cable, se posa un pajarito que realiza su hermoso gorjeo para celebrar el poder del astro rey, que poco a poco se filtra por toda mi recámara. No puedo evitar sonreír por saber que aún existo, de tener que contar los minutos para ver a mi familia, de haber analizado mi pasado. Ha sido una reflexión tan profunda que espero no volver a ser el mismo de antes, espero ser mejor. Y Mira que era petulante.
Ya son las 10:13 de la mañana y afuera de mi casa escucho una vocecita. Mi corazón se acelera, me asomo por la ventana y comienzo a llorar de alegría, es mi pequeña, la “basurita de mis ojos” que grita “¡papi, papi!”. Pronto abro la puerta y no dudo en abrazarla con todas mis fuerzas, en besarla de pies a cabeza, al igual que a mi esposa y mi madre, quien entre labios le agradece a la vida, a su dios, porque su hijo ha librado esta batalla que otros, muchos, pierden en una cama de hospital, sin haber podido mirar a los ojos a sus seres queridos, sin poder despedirse.
Acualización
Hoy permanezco en casa. Sigo ejerciendo periodismo y cuidando a mi manada.
Aunque he dejado de ser un paciente infeccioso, he seguido el consejo de mi doctor y he optado por mantener mi enfermedad en el anonimato. Hay tanta ignorancia y desinformación en la población mexicana que la integridad mía y de mi familia podría estar en riesgo debido a que los pacientes hemos sido estigmatizados como focos de contagio, que al igual que los trabajadores de la salud, podemos ser agredidos, maltratados y marginados.
