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Elogio de las cantinas: Los hombres sin miedo

Por: Jorge Arturo Borja 13 Jun 2019
Un relato escrito en homenaje a una de las pulquerías más representativas e icónicas de México. Literal: Curado de espanto.
Elogio de las cantinas: Los hombres sin miedo

Todavía iba royendo la caña del aguardiente que se había tomado cuando empujó las puertas abatibles de la pulcata. Iba por una catrina para dormir como angelito. El pulque blanco le recordaba el olor de la abuela Isidra cuando salía del departamento de damas de La Bella Helena, y el curado de tuna a su jefe Emeterio Malpica, terror de los siete barrios de Iztacalco y campeón de danzones del Esmeril. Ese martes por la noche no había gente en Los Hombres sin Miedo. Solamente el encargado pasando un trapo húmedo sobre la barra. Arnulfo caminó unos pasos y se detuvo junto al retablo de la Morenita para santiguarse. La llama de la veladora se avivó. Así los pudo distinguir, sentados en una mesa del fondo, cuchicheando entre ellos.

—Dame una catrina – le pidió Arnulfo al encargado.

—Pos nomás que sea la última– contestó Don Panchito Marmolejo−, porque ya vamos a cerrar.

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—La última es pa cuando nos enfriemos. Mejor que sea la penúltima, la penultimita.

El sabor del curado de melón le evocaba otras frutas a Malpica, las de Toñita, del puesto enfrente al suyo, verdulera sonriente y jugosa que con sus miradas le inspiraba los gritos que hacían voltear a la clientela: “¡Y qué me dura la verdura, cuando la carne está dura!, ¡pásele, pásele, acá están los aguacates –decía acercando una mano a la entrepierna– recién cortados del árbol!”.

Con ella había vivido un tiempo de besos y amanecidas a pesar de que le habían advertido que el exmarido de la Toña era un individuo de armas tomar que andaba en jales con su cuñado, el hermano de la muchacha, Arnulfo no quiso hacer caso porque como decía don Emeterio, a los Malpica les gustaba el pulque de Apan y las mujeres ajenas, así que “guarden a sus gallinas que mi gallito anda suelto”.

—Perro de mierda –Arnulfo oyó clarito la voz que venía desde la mesa del fondo y le sonaba conocida.

Vas a aprender a respetar, culero –dijo la otra voz que Arnulfo inmediatamente reconoció.

No era miedo. Otra vez sintió que le hervía la sangre. Se le vino de golpe el grito de esa vez: “Córrale, Arnulfo, en la puerta dos le están pegando a la Toñita”. Y se fue con el mandil puesto y el cuchillo que usaba para rebanar la fruta en la mano. Entre el hermano y el exmarido pateaban a la Toña. Arnulfo llegó descontando a uno mientras el otro se le iba encima con una navaja. Alcanzó a sentir el refilón del acero en el cachete antes de rebanarle la garganta a Miguel, hermano de la Toña, que ya en el suelo quería jalar aire y sólo tragaba sangre. A Samuel, no supo cómo, se lo clavó de lleno en el estómago.

De lo que pasó después nomás le quedó el recuerdo de la Toña llorando a gritos, la bola de gente que los rodeó, la temblorina de sus manos ensangrentadas, y la policía subiéndolo a la patrulla a punta de madrazos.

En la cárcel sólo extrañaba el pulque fresco y los besos húmedos de la Toña que los primeros tres meses le enviaba postales, desde los Yunaites, donde encontró trabajo como mesera. Y luego, poco a poco, cuando se acabaron las postales y las noticias que le traían los amigos, también fue desapareciendo de su vida como esos años en la sombra. Arnulfo Malpica bebió un trago de curado de melón. Luego, muy ceremonioso, se puso de pie y alzando su catrina brindó hacia la mesa del fondo.

—¡Salud, por los pendejos! Miguel y Samuel levantaron sus tornillos y muy sonrientes respondieron.

—¡Salud por los muertos!

Miguel y Samuel metieron la mano a las bolsas del pantalón y la chamarra donde ocultaban las navajas. Arnulfo acarició el mango de madera de la charrasca que guardaba en el pantalón. Con paso firme caminó hacia la mesa de sus conocidos.

—Órale, cabrones, si ya me los chingué una vez, no me importa regresar a la cárcel por volvérmelos a chingar —les escupió casi en la cara.

Una ráfaga de aire intempestivo apagó la flama de la veladora. Se asentó en la declaración de Francisco Marmolejo Domínguez, empleado de Los Hombres sin Miedo, que Arnulfo Malpica López, hombre de 56 años, llegó al establecimiento a las 11:35 aproximadamente y pidió una catrina. Se fue a sentar a la mesa del fondo, en donde empezó a brindar solo y se quedó dormido en la mesa. Cuando ya iban a cerrar, Marmolejo fue a despertarlo y se dio cuenta que Malpica ya no respiraba. Eran aproximadamente las 12:15 cuando arribó la ambulancia y paramédicos certificaron el deceso del individuo de marras.

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