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RECUERDOS DEL WAIKIKÍ

Por: Jorge Arturo Borja 31 May 2018
UNO DE LOS FOCOS DE LA VIDA NOCTURNA DE ANTAÑO, DONDE SE REUNÍAN LOS INTERESES QUE MUEVEN A TODO PLAYBOY: […]
RECUERDOS DEL WAIKIKÍ

UNO DE LOS FOCOS DE LA VIDA NOCTURNA DE ANTAÑO, DONDE SE REUNÍAN LOS INTERESES QUE MUEVEN A TODO PLAYBOY: BUENOS TRAGOS, CHARLAS AMENAS Y CLARO, BELLÍSIMAS MUJERES.

RECUERDOS DEL WAIKIKÍ 0

POR JORGE
ARTURO BORJA @jaborjal50

Era enorme, tocayo, debe haber tenido como 200 mesas. Ahí se presentaban las mejores orquestas del México de entonces: Beny Moré, Las mulatas de fuego, Elena Burke y Celia Cruz; el acordeonista Harry Hartman. También trabajaban las muchachas más guapas, que venían de Centro y Sudamérica.

—¿Y en dónde estaba? — le pregunto a don Jorge Ábrego, viejo periodista que rememora sus andanzas de veinteañero al calor de un coñac en una cantina del Centro Histórico.

—En Reforma 13, casi esquina con Bucareli, frente al Excélsior.

—¿Y cuándo lo conoció, tocayo?

—Debe haber sido como por el 50 o 51. Me llevaron unos compañeros que estudiaban Derecho. Eran mis roomies, como se les dice ahora. Rentábamos un departamento en la colonia Roma. Vivíamos tres en un quinto piso, sin nadie que nos supervisara. Ya se ha de imaginar cuántas calaveradas hicimos.

El Waikikí era muy popular y económico, iba gente de todas las clases sociales. A nosotros, que éramos estudiantes de provincia, nos alcanzaba para ir de vez en cuando a tomar la copa y bailar. Lo recuerdo como si fuera la playa: un calorón y las oleadas de meseros con charolas rebosantes de alcohol. Las muchachas, guapas todas, luciendo sus vestidos brillantes y escotados, la que menos iba con soirée. Empezaban su desfile por ahí de las dos o tres de la mañana. Mujeres de todos los colores y sabores. Una fiesta para los ojos.

—¿Y hubo alguna en especial que le llamara la atención?

—¡Cómo no: Perla! Una morena de ojos verdes, frondosa y frutal, como eran aquellas mujeres que tenían de dónde agarrarse. La hubiera usted visto caminar, tocayo, de verdad que partía plaza en el Waikikí, le robaba cámara a la mismísima Kalantán, la exótica estrella del show. Perlita decía que era brasileña y amiga de Leonora Amar, una de las queridas del presidente Alemán. Ya después me enteré que se llamaba Gudelia y era jarocha. Había entrado al Waikikí porque trabajaba con las Marcué, unas modistas que les hacían la ropa a las muchachas de ese antro.

—¿Y cómo la conoció?

—Bailando, tocayo, primero como cliente y luego como su pareja de planta. Mire, en esa época, quien quería ligar tenía que saber cantar o bailar. A mí lo primero no se me dio y eso que me dejé el bigotito a la Pedro Infante, pero lo segundo lo aprendí en casa, con mis primas en las fiestas familiares. El danzón y la rumba los aprendí en casas de asignación, que así se llamaba a los prostíbulos.

A Perla la vi sola y la invité a bailar una melodía muy romanticona del Son Clave de Oro que tocaba esa noche, y de ahí nos seguimos hasta la madrugada. Mientras la abrazaba, me dijo al oído que no me iba a cobrar las piezas porque yo lo hacía muy bien.

—¿El baile? —le pregunto con una sonrisa.

—Claro, ¿o de qué estamos hablando?… — don Jorge sonríe y se abre de capa— en lo “otro”, sin duda, Perlita era una maestra. Me llevaba 12 años y kilómetros de experiencia.

—¿Y no le daban celos, tocayo? —inquiero vivamente interesado, mientras Ábrego chasquea la lengua después de probar su copa.

—Al principio sí. No me gustaba verla convivir con otros. Pero como por lo general nada más iba una o dos veces a la semana, me fui acostumbrando. Además, ella tenía sus detalles conmigo. Me invitaba a cenar, pagaba las cuentas del Waikikí, me regalaba camisas y corbatas, los domingos íbamos al cine o al teatro, y cuando anduve corto de recursos hasta me hizo algunos préstamos. Una vez incluso se ofreció a darme una cantidad mensual, pero mi dignidad de caballero nunca lo permitió. Fueron unos años muy intensos que me pasé entre las desveladas del antro y las desmañanadas de la escuela. Creo que me acostumbré a dejar de dormir. No sé ni cómo pude acabar la universidad.

—¿Y qué pasó con ella? —le pregunto para regresarlo al tema de mi mayor interés, don Jorge apura el resto de su coñac y me contesta con parsimonia.

—Esa es una historia que a nadie le he contado, pero como ya estoy en las orillas de la vida es justo que alguien la conozca de mi propia voz. Como usted me inspira confianza, tocayo, se la voy a referir, pero como caballeros le voy a pedir absoluta discreción — don Jorge, con más de 20 años en la profesión sabe, sin duda, que pedirle discreción a un periodista es tan absurdo como pedírsela al barbero del Rey Midas—, claro que para poder contársela le voy a rogar que me invite otro coñac.

Continuará…

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