Compartir
Suscríbete al NEWSLETTER

Hotline en la oficina

Por: Jafet Gallardo 05 Jun 2018
Darle una línea telefónica irrestricta a un soñador caliente como yo fue un gran error, porque la aproveché para construirme […]
Hotline en la oficina

Darle una línea telefónica irrestricta a un soñador caliente como yo fue un gran error, porque la aproveché para construirme una hotline en la oficina. ¿Alguna vez has descolgado el teléfono en horas de trabajo y escuchado a una chica jadear del otro lado?

Por Arturo J. Flores (@arthuralangore)

-Tengo el culito bien levantado, esperándote –me susurró Franchela al oído.

-Que si puedes venir a una junta, dice Feliciano –me preguntó Brenda, mi compañera, creyendo que estaba yo en una llamada importante y no en una de mis sesiones de hotline en la oficina.

Con la mano izquierda cubrí el teléfono y después asentí con la cabeza.

Este video te puede interesar

-Voy en un minuto.

Después respiré hondo y volví a descubrir el artefacto:

-Amor, tengo que irme. ¿Te llamo mañana?

Desde San José de Costa Rica, Franchela me respondió:

-Sí, papito, cuando quieras.

Entonces me enfrenté a la dura realidad, tan dura como el origen de mis problemas: tenía que levantarme de ese escritorio con una erección en mis pantalones que apuntaba directamente al cielo. Y debía que hacerlo rápido, si no quería que me regañaran.

Por muy sufrido que sea nuestro trabajo siempre cuenta con pequeños beneficios, orificios por los que entra un poco de aire a esa jaula inexorable que representa nuestra rutina. Algunos Godínez tienen descuentos en restaurantes, a otros les regalan boletos para ir al cine, unos más pueden ejercitarse en los mejores gimnasios y unos pocos, disfrutan del placer de beberse una que otra cerveza en horarios de oficina.

Como reportero de espectáculos que era yo a finales de 1999, uno de mis privilegios consistía en poder realizar llamadas a celular y larga distancia sin costo ni restricción. Así fue como una cosa llevó a la otra y durante más de dos meses dispuse de mi propia hotline en la oficina.

En aquellos días instalaron una de las primeras computadoras con acceso a Internet en una redacción habitada por sabios y longevos periodistas deportivos, moldeados todos a martillazos en el yunque de la experiencia. Acostumbrados a ganar la nota sin más herramientas que un lápiz y una libreta, aquellos reporteros decanos desconocían y poco les interesaba que un ordenador les abriera las puertas de la información mundial. Gracias a eso, dispuse de cuando menos ocho horas de Internet para mí solo durante algunos meses, hasta que se volvió impensable el oficio sin que mis venerables ancestros accedieran a utilizar el correo electrónico.

Fue en el desaparecido Messenger de Hotmail, que la conocí. Se llamaba Franchela, tica de nacimiento y prostituta de profesión. Jamás la vi en fotografías porque faltaban unos años para que Facebook dominara nuestras vidas, por lo que la imaginación aún mandaba en nuestras relaciones a distancia.

Comencé a escribirle poemas que le enviaba a través de la red y ella, a pagarme con encendidos mensajes en los que describía con pelos y señales –otra vez como en la columna anterior, más los primeros que los segundos –lo que me haría si alguna vez su instinto de trotamundos la llevaba a visitar la Ciudad de México.

Un día le pedí su teléfono, dispuesto a realizar una breve llamada, de apenas un instante, sólo para escuchar su voz. Sin embargo, a los pocos minutos descubrí que prefería escuchar suciedades como “me acabo de meter un dedito en la puchita, papi, y lo saqué bien mojadito para que lo chupes”, en vez de conformarme con leerlas en un monitor.

A partir de ese momento mi extensión estuvo ocupada cuatro horas por lo menos, cada día, con una llamada de larga distancia que al final del mes debió representar una pequeña fortuna para la empresa en la que trabajaba. Para mi propia ídem, nunca nadie investigó quién hacía las llamadas.

A la distancia, parecía yo un joven y prometedor obrero de la información que realizaba llamadas interminables en busca de la primicia que al otro día adornaría la plana principal de la sección de espectáculos de aquel diario sepia. Nadie se imaginaba que lo único que yo conseguía era un material inigualable para que, por la noche, me entregara a extenuantes sesiones de autosatisfacción.

Pero todos los excesos son malos. Cada día me costaba más trabajo cumplir con mis obligaciones, concentrado sólo en digitar los 14 números que me separaban de una mujer a la que –es posible– en persona tal vez ni me gustara, pero con la que bien hubiera podido largarme a vivir a otra galaxia en la que no existieran las juntas.

Como si se tratara de una estrella de rock delante de una línea de cocaína, me era imposible resistirme a la idea de levantar el auricular. Necesitaba escupir porquerías para que viajaran hasta los oídos de aquella desconocida a quien, por sus minuciosas descripciones, le conocía ya hasta el más recóndito intersticio de su cuerpo.

Desesperado, a punto de que me corrieran del trabajo porque no conseguía buenas notas, como último arrebato decidí cortar por lo sano aquella enfermiza relación que me alejaba cada vez más de las mujeres de carne y hueso. Un lunes digité los números que ya había memorizado –yo, que no puedo recordar ni siquiera qué calcetines me he puesto– y me respondió un hombre. Me quedé helado delante del teléfono. La voz áspera de un varón me dijo que ahí no había, ni hubo ni habría en el futuro una Franchela y que no estuviera molestando.

Me colgó.

Esa vez se cerró para siempre mi hotline en la oficina.

hotline en la oficina Playboy México

Varios años después visité Costa Rica y sonreí cada vez que pensaba en Franchela. ¿Cuál de todas esas morenazas sería la que –me juraba– se introducía un dedo en la vulva para que el reportero de un diario mexicano se hiciera aquellas embriagantes chaquetas mentales?

Tal vez ninguna.

¿A cuál de todas las Franchelas que una vez busqué en Facebook sería la que yo telefoneaba a diario desde la oficina a costillas de una empresa?

Quizá a todas.

No sé si tenga que ver, pero desde entonces no me gusta hablar por teléfono. Igual que me da asco del cigarro desde que dejé de fumar. Puedo hablar durante horas con una persona en vivo y a todo color, pero me siento impedido a sostener conversaciones extensas a través del invento de Antonio Meucci. Me repatea.

Muy en el fondo, es probable que mi antipatía por los auriculares sea el luto que guardo por aquella mujer junto a la que construí una hotline en la oficina.

Te recomendamos
Foto perfil de Jafet Gallardo
Jafet Gallardo DIGITAL EDITOR Me gusta capturar historias en video y escribir mis aventuras de viaje. El conejito se volvió mi mejor amigo.
Descarga GRATIS Calendario Revive el Poder 2024
Calendario
Descarga AQUÍ nuestro especial CALENDARIO REVIVE EL PODER 2024.
Suscríbete al Newsletter
¡SUSCRÍBETE!
¿QUÉ TEMA TE INTERESA?