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El fantasma de la inseguridad

Por: Jafet Gallardo 05 Jun 2018
Por Carlos Guerrero Warrior @CARLOSLGUERRERO DESPUÉS DE VIVIR EL FUTBOL DESDE EL ANÁLISIS Y EL TRABAJO DIARIO, NUESTRO COLUMNISTA VOLVIÓ […]
El fantasma de la inseguridad

Por Carlos Guerrero Warrior @CARLOSLGUERRERO

DESPUÉS DE VIVIR EL FUTBOL DESDE EL ANÁLISIS Y EL TRABAJO DIARIO, NUESTRO COLUMNISTA VOLVIÓ A LA INTIMIDAD DEL JUEGO EN LAS GRADAS. LO QUE DESCUBRIÓ COMO UN AFICIONADO MÁS EN EL ESTADIO LE DEVOLVIÓ EL SENTIDO A SU LABOR DETRÁS DEL MICRÓFONO.

“Yo no soy más que un mendigo de buen futbol. Voy por el mundo sombrero en mano, y en los estadios suplico: una linda jugadita, por el amor de Dios”. —Eduardo Galeano

Apenas llego a casa y no sé qué hacer, si tumbarme quince minutos en la sala, si dejar las gastadas maletas a la entrada o, si después de la larga gira de trabajo, hacer un esfuerzo sobrehumano y de una vez por todas, sacar de ellas los apretujados trajes que parecen suplicar por oxígeno.

Más tardo en decidir si arrinconar tremendas valijas en la parte alta del clóset, cuando otro llamado llega para emprender una nueva aventura. Momento de volver a empacar minuciosamente, de sentarse sobre las bolsas de presión, de enrollar calcetines, cinturones y reducir a nada los calzoncillos. Todo sea para dejarle un espacio decente al shopping y lograr una maleta ordenada y pareja, pues si algo odio es verla amorfa.

Esta vida de aeropuertos, de interminables viajes, de giras, de Juegos Olímpicos, de mundiales, de Copas Oro, de Copas América y un sinfín de coberturas especiales me ha llevado a perder el estado más puro y virgen de todo aquel que dice amar al futbol: el de aficionado. Algo complicado de reencontrar por mi trabajo de comentarista. Suele pasar que incluso sin narrar un partido para la televisión o la radio, ya lo veo distinto. De hecho, no puedo decir que lo veo, lo analizo; lo disfruto pero me tenso si no tengo la alineación treinta minutos antes del silbatazo. Ya no es lo mismo.

Es por eso que hace poco decidí recuperar algo de lo perdido. Esa parte tan esencial de simple aficionado para mantener de alguna u otra forma, la capacidad de asombro de todo fan que emocionado, aprieta el paso cuando llega a ese mágico túnel que lo conduce al seductor graderío.

Fantástico resultó ver que realmente pocos pierden el sueño por analizar el parado del equipo, por constatar si el técnico dejó la línea de cuatro o si cambió por una línea de tres centrales con dos laterales volantes. La preocupaciones ahí son escurridizas. Radican principalmente en encontrar lugares disponibles, en identificar al cubetero y en perseguir con la mirada al que vende todo tipo de dulces para escaldar la lengua con singular alegría a lo largo del partido.

Se puede llorar, se puede festejar, se puede alentar o se puede besuquear a la novia como si todo aquello sucediera en una sala de cine.

Maremoto de personalidades, una hecatombe insaciable de actos reflejos a partir de una camiseta, de una jugada, de un gol. Sitio ideal para soltarlo todo, un gimnasio para el alma, un spa para la garganta que desea desfogarse y romper nudos acumulados desde la oficina.

Comienzo a disfrutarlo nuevamente. Me divierte el darme cuenta de que muchos fueron incapaces de saber quién metió el gol por tomarse inoportunamente una selfie o por llegar dos segundos tarde con todo y la bragueta abajo por esa tan obligada visita a los baños tras cuatro vasos de espumosa cerveza.

Llega el silbatazo. Me da lo mismo el resultado. Yo voy por otra cosa al graderío. Pretendo analizar el fenómeno social desde la butaca. ¿Qué los atrapa, qué los decepciona, qué los acerca y qué los aleja? Adentrarme en ese noble rompecabezas del aficionado común y corriente.

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Momento de levantarse. Le sonrío al vecino a quien ya casi quiero como hermano y al de enfrente que me hizo carcajear con tan peculiares poemas urbanos recitados con voz aguardentosa.

Todo va bien hasta que llega lo indeseado. Un denigrante y malogrado operativo de seguridad. Decenas de uniformados que envalentonados con casco y escudo, levantan a la mala a los aficionados para sacarlos como delincuentes. Gritan con la pretensión de intimidar. Infunden terror y amagan con su robusto equipamiento. Les importa poco o nada si hay niños y mujeres. Para ellos, lo importante es cumplir a rajatabla el operativo encomendado por su comandante.

Hay golpes y riñas en algunas zonas de los túneles. Pero por ahí nos hacen pasar. “¡Aváncenle, aváncenle!”. “¡Si ya saben cómo se po- ne para qué vienen!”. “¡Ya, ya, ya perdieron, ya váyanse!”. Tres frases que me dejaron estupefacto, que me llenaron de rabia e impotencia, que me hicieron perder de inmediato mi anhelado estado de aficionado para convertirme de nueva cuenta en crítico al constatar que gran parte de la violencia presentada en los estadios es generada por aquéllos que tienen la tarea de frenarla.

Nos insultan, nos exponen en zonas de alto riesgo, se burlan de los que han perdido, acorralan y empujan bajo un estado de prepotencia e inoperancia absoluta. Nadie puede decirles nada. Uniformados soberbios escondidos en la inmensidad del Estadio Azteca. Sigo caminando y sólo escucho detrás de mí a niños, jóvenes y mujeres que decepcionados relatan cómo fueron agredidos por la policía por el pecado de haber asistido a un estadio a apoyar a su equipo.

Y fue ahí, tristemente, donde supe que tantas maletas y aeropuertos valen la pena por muchas razones. Porque desde un palco y a través de un micrófono puedo delatar lo que vi desadaptados que, sigilosamente, acaban con los fieles creyentes del espectáculo. Esos aficionados que seguramente el día de mañana ya no regresarán.

Foto perfil de Jafet Gallardo
Jafet Gallardo DIGITAL EDITOR Me gusta capturar historias en video y escribir mis aventuras de viaje. El conejito se volvió mi mejor amigo.
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